La oficina que compartían Julio y Marco no era lujosa, pero sí impecable, con una vista amplia a los edificios del centro y muebles elegantes sin caer en la ostentación. Habían logrado, con esfuerzo y perseverancia, construir una firma de gestión y planificación de proyectos inmobiliarios. No eran millonarios, pero sí hombres de trabajo constante, con clientes importantes y un flujo estable de contratos. Julio se encargaba de la parte jurídica y comercial, mientras que Marco supervisaba los proyectos desde el aspecto técnico y estructural, apoyado en su formación y experiencia.
Ambos, sin buscarlo, se habían ganado el respeto del entorno. Su oficina era reflejo de lo que eran: hombres jóvenes, comprometidos, y con un presente sólido, fruto de una vida que no les había regalado nada. Fue precisamente esa reputación lo que atrajo a Verónica: un entorno estructurado, una oportunidad para insertarse en el mundo de Julio con un rostro legítimo, disfrazando su interés bajo el pretexto del trabajo.
Lo que no sabía aún... era que en ese ambiente profesional también se mediría con otro tipo de inteligencia: la emocional.
Verónica subió, vestida con un conjunto color beige que buscaba aparentar neutralidad, aunque su mirada denotaba otra cosa: la determinación. Había planeado cuidadosamente su entrada en ese mundo, y el pretexto era perfecto: la búsqueda de trabajo. Aunque en su interior, lo que verdaderamente la impulsaba era la obsesión por acercarse a Julio.
—Julio, te busca Verónica —anunció Natalia con tono seco, apenas disimulando la incomodidad. Su voz era firme, profesional, como correspondía a su cargo.
No era una empleada más. Natalia ocupaba una de las posiciones clave en la empresa: delegada técnica. Era una mujer con trayectoria, formada, respetada por sus decisiones y por la confianza que Julio depositaba en ella desde hacía años. Su rol no solo exigía criterio técnico, sino también lealtad. Era un cargo de absoluta responsabilidad.
Julio alzó una ceja y asintió, con la misma calma que lo caracterizaba.
—Hazla pasar.
Verónica cruzó la puerta con una sonrisa meticulosamente ensayada, esa que usaba cuando se proponía algo.
—Hola, Julio.
—Hola, Verónica. ¿Qué te trae por acá?
—Quiero pedirte algo —dijo, sin rodeos, acomodándose en la silla con soltura.
Julio frunció ligeramente el ceño, ya intuyendo el tono.
—¿Sí?
—Tu delegada... Natalia. No me agrada. Me resulta antipática, arrogante. Y francamente... yo me aburro en casa. Ya no sé qué más hacer. Solo estoy con mi mamá, mi tía y mi abuelita, y eso no es vida. Quiero que me des su puesto.
Julio la miró sin pestañear. Su respuesta fue clara, meditada... y definitiva.
—No te voy a dar el cargo de Natalia. No sería correcto, ni prudente, que la prima de mi esposa ocupe una posición tan sensible. Pero te asignaré otro puesto... uno incluso mejor.
Lo dijo con voz neutra, sin rastro de entusiasmo. Porque, aunque sonaba como una concesión generosa, en el fondo, Julio había tomado esa decisión estratégica: mantener a Verónica en un sitio visible, ocupado, alejada de Ximena y de todo lo que pudiera perturbar el equilibrio de su entorno. Quizá, en ese nuevo rol, ella misma revelaría —por fin— quién era en realidad.
Verónica contuvo la sonrisa. Sabía que había ganado más de lo que esperaba. Desde una posición de poder, con un título oficial y un escritorio propio, podría acercarse a Julio con una fachada legítima. Y nadie podría decirle nada. Al menos... no directamente.
Al salir, cruzó a propósito por el lado de Natalia. La tensión entre ambas llenó el aire como una corriente estática.
—¿Ni siquiera vas a dar las gracias? —murmuró Natalia, sin mirarla, apenas con los labios.
Ese resentimiento no era nuevo. Venía de años atrás, desde la universidad. Natalia había sido siempre la estudiante ejemplar, disciplinada, de méritos limpios. Verónica, en cambio, sabía usar otros recursos: belleza, insinuación, oportunismo. El mismo patrón volvía a repetirse. Pero ahora no estaban en un aula... ahora estaban en una empresa, y la guerra sería silenciosa, pero no menos real.
Natalia no pudo evitar confrontarla.
—Tú viniste aquí por Julio, ¿no es cierto?
Verónica giró sobre sus tacones.
—No sé de qué hablas.
—Viniste a trabajar aquí para estar cerca de él. Siempre ha sido así contigo, hacer todo por estar donde no te corresponde.
—No me provoques —sentenció Verónica—. Podría despedirte en cualquier momento.
—Hazlo, pero no vas a ganarte su amor con una mentira.
Y aunque Verónica desvió la mirada, la duda comenzó a agrietar la fachada que con tanto esfuerzo sostenía. El ambiente en la oficina de Julio tenía un peso distinto desde que Verónica Guzmán había sido nombrada directora general.
No era un puesto cualquiera: implicaba representar directamente a Julio ante los equipos técnicos, tener voz en las reuniones de alto nivel, y —sobre todo— supervisar a la delegada técnica... Natalia.
La misma Natalia con la que, años atrás, compartiera aulas en la universidad, exposiciones tensas y silencios afilados. Apenas fue oficial su nombramiento, Verónica pidió una reunión con ella.
—¿Podemos hablar en la sala de juntas? —preguntó, sin hostilidad, pero con una seguridad que rayaba en lo desafiante.
Natalia asintió, cerró su laptop con calma, y la siguió.
Una vez solas, Verónica fue al grano.
—Sé que esto no te hace gracia, pero es importante que lo hablemos. A partir de hoy, seré yo quien represente a Julio en la dirección técnica de proyectos. Tú seguirás como delegada, con todo lo que eso implica... y yo te supervisaré.
Natalia la observó con una mezcla de incredulidad y serenidad.
—No necesito que me expliques mi cargo, Verónica. Lo conozco mejor que tú. Lo he ejercido sin interrupciones desde que se fundó esta oficina.
—Entonces también entenderás que los roles cambian. Yo no pedí estar sobre ti... pero así es como están las cosas ahora —replicó Verónica, con la voz cuidadosamente medida.