El viento seguía soplando con fuerza en el mirador, pero ya no movía nada dentro de Julio. Era él quien permanecía quieto, con la vista fija en ese abismo que acababa de tragarse la última chispa de cordura de Verónica... y con ella, quizás también, la única esperanza de saber la verdad.
Sus piernas temblaban, pero no se caía. Se sostenía por inercia, por ese reflejo absurdo del cuerpo que aún no entiende que el alma ya ha colapsado por dentro.
La frase seguía repitiéndose en su cabeza, como una condena grabada a fuego:
"Daniel está con Dios."
¿Una metáfora? ¿Un delirio? ¿Una mentira piadosa o una confesión atroz?
Julio se cubrió el rostro y contuvo un grito que no encontró salida. Sus ojos recorrían el vacío que había devorado a Verónica. Pero no la veía. Solo el abismo respondía con su silencio cruel, con ese eco que nada decía.
—¿Por qué...? —susurró. Pero ni él sabía a quién le preguntaba.
Las sirenas comenzaron a escucharse a lo lejos. Policía. Bomberos. Alguien los había alertado. ¿Él mismo? ¿Un testigo? No recordaba. Todo era niebla desde que Verónica le dijo que lo amaba antes de saltar.
Y ahora estaban allí.
Los uniformados descendieron de las patrullas. Algunos con rostros rígidos, otros con el mismo desconcierto que él. Preguntaron su nombre. Le pidieron que se alejara del borde. Que esperara. Que respirara.
Pero, ¿cómo se respira cuando no se sabe si tu hijo está vivo?
Julio no respondió. Se dejó guiar hasta un banco de piedra bajo un árbol. El sol, cubierto por nubes, apenas delineaba sombras. Y aun así, su rostro seguía en penumbra.
Los bomberos descendieron con arneses. Tardaron. A Julio le pareció una eternidad.
Cuando finalmente los vio regresar con una camilla cubierta, supo que el temor se había cumplido. El cuerpo estaba allí. Cubierto. Frío. Inerte. Verónica. La mujer que abrió heridas... y ahora era solo un silencio definitivo.
Ella. La única que podía decirle si su hijo vivía. La única que, con su muerte, se llevó también la última pista.
Julio se levantó, trastabillando. Quiso acercarse, pero un oficial lo detuvo.
—No puede verla ahora. Será trasladada a Medicina Legal.
—¿Y el niño? —preguntó con la voz deshecha—. ¿Había un niño con ella?
El oficial lo miró con cautela.
—No. Estaba sola.
Entonces... ¿dónde estaba Daniel?
La pregunta ya no era solo angustia. Era una herida abierta. ¿Y si aquella frase —"Daniel está con Dios"— era una verdad implacable?
¿Y si su hijo ya no estaba?
El vértigo llegó con una brutalidad insoportable. El estómago se le retorció. Dio un paso tambaleante y se sostuvo contra un árbol, con la frente empapada de un sudor helado que no sabía si era miedo, culpa o delirio.
Quiso gritar. Llorar. Correr. Pero no tenía voz. Ni lágrimas. Ni rumbo.
El abismo no solo se había llevado a Verónica. También se había cerrado la última rendija por donde podía entrar la esperanza. La puerta hacia su hijo... se había clausurado con un salto.
Julio cayó de rodillas. No hubo testigos. No hubo consuelo. Solo el crujido de las piedras bajo su cuerpo vencido.
Y en ese segundo exacto, el silencio lo envolvió. Julio lloró la muerte de su hijo. No con lágrimas. Con todo el cuerpo. Con cada célula. Con la mirada ausente y el alma destrozada.
Daniel, su hijo, estaba con Dios. Y él... seguía en la tierra. Solo.
En ese mismo instante, Sabrina subía los últimos escalones hacia el interior de la iglesia. Su rostro sereno contrastaba con el temblor sutil que le recorría el alma. Entró en silencio, cruzando el umbral como si temiera perturbar algo sagrado.
El aire olía a incienso. Una quietud tibia se extendía entre los bancos. Caminó con paso lento hasta el primer banco y se arrodilló. Cerró los ojos y comenzó a orar sin palabras audibles, como si cada pensamiento fuera un susurro confiado al corazón de Dios.
—Dios mío... no te vengo a pedir justicia. Tampoco vengo a reprochar nada. Solo te pido un milagro. Uno solo. Devuélvenos a Daniel. Donde sea que esté. Por sus padres. No dejes que esta historia acabe mal. No después de todo lo que ya hemos perdido...
El eco de sus pensamientos se fundió con la paz del recinto. No habían pasado más de cinco minutos cuando algo cambió. Un murmullo. Un llanto leve. Apenas un gemido.
Abrió los ojos. Alzó la cabeza. Y entonces lo vio.
En el altar mayor, sobre el mantel blanco, un niño lloraba. Estaba envuelto en una manta clara, con los ojos cerrados y los puños agitados. Lloraba como quien busca el pecho de una madre.
Sabrina se quedó inmóvil. No quiso creerlo de inmediato. Pensó que era un hijo perdido de alguna feligresa. Pero entonces el párroco apareció, seguido por dos monjas jóvenes. Corrieron hacia el altar, tomaron al niño con cuidado. Una de ellas murmuró:
—¿Quién lo dejó aquí...?
El sacerdote hizo la señal de la cruz y murmuró:
—Dios mío... ¿cómo llegó hasta aquí este niño?
El bebé sollozaba. Sabrina se puso de pie. El corazón le latía como si el cuerpo supiera antes que la mente. Se acercó con paso contenido. Y al verlo bien, al notar su carita, su llanto, su forma de moverse...
—Es él... —susurró, con una certeza que no necesitaba pruebas—. Es Daniel.
Avanzó un poco más. Los ojos húmedos. El alma en vilo. Y repitió, esta vez con voz firme:
—Dios nos ha escuchado. Daniel está aquí.
Se volvió hacia las monjas, pero no interrumpió. Sacó el celular y con manos temblorosas, Marcó. El tono de llamada le pesó más que cualquier campana. Una, dos, tres veces...
—¿Mamá?
La voz de Marco sonaba apagada, distante. Ella supo de inmediato que estaba ocupado, probablemente aún en la oficina, rastreando sin descanso entre las sombras de Verónica. Pero también supo que no había forma de decir lo que iba a decir sin quebrar el mundo un poco más.
—Marco... necesito que vengas. Ya.