Sueños Blancos.

XLVII. EL AMOR QUE SE DESPIDE

El día del funeral amaneció con un cielo inmóvil. Un manto gris cubría la ciudad como si pesara más de lo necesario. No había sol. Tampoco viento. Solo una calma densa que parecía imponer silencio a cada paso.

El ataúd estaba cerrado. No porque fuera imposible ver el cuerpo, sino porque nadie quiso volver a mirar a Verónica desde el abismo del dolor. Su último acto, feroz y definitivo, había dejado una huella que ni el mármol podía disimular. La iglesia estaba casi vacía. No por falta de interés. Ni por olvido. Muchos simplemente no supieron si debían estar allí. O si tendrían la fuerza para sostenerse ante una despedida como esa.

Dulcina ocupaba la primera fila. Vestida de negro, con las manos inertes sobre el regazo y la mirada perdida. Tenía la expresión de aquellas madres que sobreviven a sus hijos. No lloraba. No porque no doliera, sino porque ya no quedaban lágrimas. Apenas respiraba.

A su lado, Alfonso le sostenía el hombro. No dijo palabra desde que entraron. Sabía que ese dolor no admitía consuelo, solo compañía.

Más atrás, oculto en la penumbra, Renato permanecía de pie. Los ojos hinchados, los labios apretados. No se sentaba. No rezaba. Solo resistía el peso del aire, como si cualquier movimiento lo quebrara. En su mente, una frase martillaba con obstinación:

“Yo la amaba.”

No a la mujer rota por los años. Sino a la que reía sin temor, que manchaba su blusa con vino y mandaba mensajes absurdos de madrugada para arrancarle una sonrisa. Esa Verónica, la que se había ido mucho antes que su cuerpo.

Lloraba en silencio. Las lágrimas bajaban por la barba sin que él intentara detenerlas. Eran parte de su rostro. Parte de lo que quedaba.

—Pensé que si la alejaba de Julio... si lograba poner distancia... tal vez —murmuraba para sí, al borde del banco—. Pero no era eso. Nunca fue eso...

Las flores sobre el féretro eran blancas. No había ornamentos lujosos, ni coronas con nombres dorados. Solo unas pocas rosas. Sobrias. Malvina había insistido en que, a pesar de todo, merecía un entierro digno. Y Jackie organizó lo indispensable. En silencio. No por amor, sino por humanidad.

El sacerdote habló con voz serena. Sin dramatismos. Mencionó almas que vagan, heridas que no se ven, y la necesidad de misericordia para quienes ya no encuentran dónde anclar su tristeza. No buscaba consolar. Tampoco juzgar. Su tono parecía más plegaria que discurso.

—Roguemos por ella —dijo, alzando brevemente la mirada—. Porque incluso quienes hieren, quienes se pierden... pueden ser recibidos por Dios si, en el último aliento, se rinden al arrepentimiento.

Dulcina cerró los ojos. En su mente regresaron imágenes que nadie más guardaba: la primera vez que la sostuvo; la niña que preguntaba por qué las estrellas no caían; la adolescente que se sentaba sin hambre, esperando que alguien notara su tristeza. Esa hija que nunca supo cómo entender.

—Perdóname... —murmuró—. Perdóname por no haber sido la madre que necesitabas.

En el rincón más sombrío de la iglesia, Natalia y Jackie permanecían de pie. No quisieron sentarse. Estaban ahí como testigos. No sabían qué decir ni qué sentir. El conflicto entre lo que Verónica causó y el modo en que partió las dejaba en una incertidumbre difícil de nombrar.

—Era peligrosa... —susurró Jackie—. Pero nadie nace así. Se hacen así... a golpes. A vacíos. A soledades.

Natalia asintió sin añadir nada.

—Y nadie se lanza al abismo porque quiere —agregó luego—. Solo lo hace quien ya está roto por dentro. No merecía este final. A veces siento que pude haber hecho más.

Marco, desde el otro extremo de la nave, agachó la cabeza. Pensaba en Daniel. En lo cerca que estuvieron de perderlo. En lo cerca que estuvieron de odiarla. Y ahora, solo quedaba un eco amargo. Una tristeza que no sabía dónde dejar. Y una frase que no dijo, pero que se le quedó en la garganta:

“También era parte de nosotros.”

Julio seguía el ritual en silencio. Daniel, dormido en sus brazos, se aferraba a su camisa. Como si intuyera que todo había terminado. Julio levantó la vista hacia el vitral más alto. Una figura femenina en oración parecía mirarlo desde otro plano. Y entonces habló. La voz le salió rasposa, vencida:

—Verónica... me amó. Y yo no supe qué hacer con eso. No entendí cómo evitar que todo se torciera. No vi el daño. Ni el que causó... ni el que se causó.

Ximena se acercó. Se arrodilló a su lado. Rodeó con sus brazos a padre e hijo. Y su voz fue apenas un aliento:

—Era mi hermana. Y tal vez no la quise como debía... pero esto no. Nunca quise esto.

Nadie lloró. Ya no quedaban lágrimas. Solo la certeza muda de que Verónica, con todos sus errores, había sido parte de ellos. Y que ahora... ese vacío tenía nombre.

La puerta lateral de la iglesia se abrió sin estridencia. Un murmullo casi imperceptible recorrió los bancos, como el roce de un viento ajeno. Raúl apareció en el umbral. El rostro apagado, el cabello revuelto por el camino, las manos hundidas en los bolsillos de su chaqueta. Avanzaba lento, como si cada paso pesara más de lo que podía sostener.

Todos lo vieron. Nadie dijo nada. No hubo reproches. Tampoco gestos de acogida. Solo miradas suspendidas, entre la incomodidad y la compasión. Era la figura de quien ha sido parte del daño, pero también víctima de su propio silencio. Su sombra se proyectaba oblicua por los vitrales. No parecía un hombre. Parecía una presencia que no terminaba de irse.

Raúl se detuvo al fondo, sin buscar miradas. No esperaba explicaciones. No tenía respuestas. Lo sabía todo. Cada palabra de aquel mensaje de David aún le dolía. Desde que leyó: “Verónica se lanzó al vacío”, algo dentro de él quedó suspendido.

Pensó en sus ojos turbios. En las noches en que compartieron verdades a medias. En el pacto que nunca debió existir. En todo lo que calló. Y ahora ya no quedaba cómo repararlo.

Ella ya no está. Y yo sigo aquí... respirando. ¿Para qué?”, se repetía con un nudo en la garganta. “No la salvé. Formé parte de la caída. Y ahora no queda nada. Solo esta culpa, que no me deja ni dormir.




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