Sueños Blancos.

XLVIII. LA VISITA DEL QUE CARGA CON LA SOMBRA

Era una tarde ventosa en Quito, de esas que levantan las hojas secas y agitan las ramas como si la ciudad también necesitara sacudirse. Las nubes colgaban pesadas sobre los tejados, y el gris de los muros parecía contener más historia que color. Tras días de angustia, por fin comenzaba a respirarse una calma tenue, casi frágil. Afuera, el mundo seguía. Adentro, el silencio no era vacío: era el peso de quienes intentaban reconstruirse desde el borde.

Hacía tiempo que el grupo ya no se reunía en el restaurante Sueños Blancos. Después del secuestro de Ximena, de la desaparición de Daniel, del suicidio de Verónica... simplemente no pudieron. No por falta de cariño entre ellos, sino porque sabían que él podía estar ahí. Raúl. Y aunque nadie lo decía abiertamente, su presencia dolía demasiado. Era una sombra difícil de enfrentar. No sabían si era un traidor, un cómplice o un hombre débil que se dejó arrastrar. Pero lo cierto era que, por ahora, no estaban preparados para mirarlo a los ojos.

Por eso estaban en casa. En ese refugio donde, poco a poco, se intentaba sanar.

Los juguetes de Daniel estaban ordenados en un rincón del salón, como si alguien se hubiese tomado el tiempo de limpiar el caos sin borrar las huellas. El comedor tenía un florero con agua fresca y flores blancas, sencillas, sin ostentación, cuyo aroma tenue flotaba con discreción por el ambiente. La puerta principal permanecía cerrada, como si la calma se hubiese vuelto una huésped tímida que temía ser espantada por cualquier ruido.

En medio de ese espacio que volvía a parecer hogar, se respiraba algo más que tregua: el deseo profundo de volver a creer. En la paz. En el amor. En los sueños blancos...

Julio estaba en la sala, sentado con Daniel dormido sobre su pecho, mientras Ximena doblaba ropa en el sofá contiguo. Habían recuperado un poco de silencio, pero no la paz. Todavía no.

Un golpe leve —apenas un par de nudillos contra la madera— rompió la quietud. Julio alzó la mirada, con un sobresalto silencioso. Ximena lo notó de inmediato.

—¿Esperas a alguien? —preguntó con el ceño fruncido.

—No.

Julio dejó con cuidado a Daniel sobre el sillón, entre almohadas, y se dirigió a la puerta con paso firme. Abrió con decisión.

Y allí estaba Raúl.

No el mismo que alguna vez fue parte del círculo. No el joven encantador de las fotos pasadas. Este Raúl tenía el rostro pálido, los hombros vencidos, las manos entrelazadas con fuerza, como si intentara sostenerse en pie a pesar del peso que cargaba. Levantó la vista y lo miró directamente.

—Vengo a hablar. No traigo excusas. Solo necesito decir algo —murmuró.

Julio sintió una presión súbita en el pecho, como si el cuerpo recordara antes que la mente todo lo vivido.

—¿Tienes idea del infierno que ayudaste a provocar? —le espetó, sin dejarlo pasar—. ¿Tienes idea de lo que nos hiciste vivir?

Raúl tragó saliva. Su respuesta fue baja, temblorosa:

—Lo sé. Por eso estoy aquí. No para defenderme. Solo para pedir perdón. Sé que no tengo derecho, pero tenía que venir.

Julio salió y cerró la puerta tras él. No permitió que Raúl cruzara el umbral.

—¡Tú sabías dónde estaba Ximena! ¡Sabías que estaba encerrada, sola! ¡Tú la encerraste! Fuiste cómplice en todo. ¡Nada, Raúl! —gritó, y por un momento pareció que se le iba encima—. ¡Tú pudiste detenerla! ¡Tú estabas allí! ¿¡Y ahora vienes a hablar de perdón!?

—Sí —repitió Raúl, sin moverse, sin alzar la voz—. Porque no hay castigo más duro que seguir respirando después de todo eso. Porque me lo merezco. Pero aun así… necesitaba mirarlos a los ojos.

Julio apretó los puños. La voz se le quebraba, no de duda, sino de indignación:

—¿Sabes qué es lo peor? Que por un segundo confié en ti. Te abrí mi casa. Compartiste nuestra mesa. Y mientras tanto, planeabas esto con ella. ¿Sabes lo que es ver desaparecer a tu esposa? ¿Encontrar a tu hijo abandonado en una iglesia?

Raúl agachó la cabeza. Le temblaban las manos.

—No hay palabra que repare eso. Pero Ximena merece escuchar todo... y de mí. No por otros. No como versiones distorsionadas. Solo la verdad.

La puerta se abrió lentamente.

Ximena estaba allí. De pie. Había escuchado. Y aunque su rostro no mostraba rabia, su presencia imponía silencio.

—Julio —dijo con calma—, déjanos hablar. A solas.

—¿Estás segura? —preguntó él, incrédulo.

—Sí. No es para perdonarlo. Es para cerrar esta herida desde mí. Sin intermediarios. Sin rabia.

Julio lo miró una última vez, como dejando marcada una advertencia en el aire. Luego se volvió hacia Ximena… y comprendió. No dijo más. Solo asintió con dificultad y volvió a entrar en casa.

La puerta se cerró tras él. Y el silencio quedó suspendido entre los dos.

Ximena permaneció erguida, los brazos relajados, pero con una determinación que atravesaba el aire. Raúl seguía inmóvil, con la mirada baja, como si temiera que al dar un paso todo su valor se desplomara.

—Habla —dijo ella con una serenidad que tensaba el ambiente—. Pero no me des rodeos. No merezco más mentiras.

Raúl tragó saliva. El suelo parecía menos hiriente que sus ojos.

—No vengo a pedir comprensión. Vengo a decirte la verdad, aunque eso me desangre. Aunque eso termine por borrarme de tu historia.

—¿Borrarte? —replicó ella, sin cambiar el tono—. No sé si alguna vez te odié, Raúl. Pero sí aprendí a temerte. Y eso deja marcas más profundas.

El aire se tornó denso, como si las paredes supieran lo que estaba por decirse.

—Cuando Verónica me habló del plan… yo no entendí el alcance. Dijo que era temporal. Que necesitaba darte un tiempo fuera. Que Julio debía sentir la pérdida para valorar lo que tenía… y que tú… solo estarías lejos. A salvo.

Ximena apretó los dientes. Cada palabra le raspaba el alma.

—¿Y tú aceptaste? ¿Así, sin más? ¿Solo porque ella te lo pidió?

—Porque estaba enamorado de ti. Y creí, estúpidamente, que si ayudaba a Verónica, ella me permitiría quedarme cerca de ti. Pensé que al final tú podrías… verme. Me equivoqué. Confundí el deseo con amor. Confundí el amor con posesión.




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