Sueños Blancos.

XLIX. DEUDAS QUE NO SE COBRAN

La mañana tenía un sol que brillaba en la ciudad. Desde la terraza del edificio de los Santos, el horizonte se dibujaba entre nubes delgadas y el vaivén del tráfico lejano. Era una vista que solía ofrecerle calma. Pero hoy era otra cosa. Hoy era un punto de cierre.

Natalia servía dos cafés con la lentitud de quien sabe que lo importante no está en el sabor, sino en lo que viene después. Renato la observaba en silencio desde uno de los sillones, con la espalda algo encorvada y las manos entrelazadas, como quien todavía no se siente del todo en casa, aunque la puerta esté abierta.

—Gracias por recibirme —murmuró al fin.

—No tenías que agradecer —respondió ella con simpleza, alcanzándole la taza—. Las palabras pesan más cuando no se fuerzan.

Renato bajó la mirada.

—He estado pensando en todo lo que pasó… en cómo las cosas se salieron de control. Y entre todo lo que tengo pendiente, hay algo que no puedo dejar pasar. La fianza. Todavía estoy en deuda contigo por eso. Fue mucho dinero. Lo voy a pagar, Natalia. Hasta el último centavo.

Natalia lo miró con una mezcla de ternura y dolor. Bebió un sorbo antes de responder.

—¿Sabes qué pensé cuando saliste de prisión? —dijo, sin ironía—. Que al menos algo habías aprendido. Que las deudas que valen no siempre se pagan con dinero. No te lo digo para que me debas otra cosa. Te lo digo porque después de lo que pasó con Verónica, entendí algo muy claro: lo que realmente debemos en esta vida no es dinero. Es tiempo. Es atención. Es presencia. Es decir lo que uno siente antes de que sea demasiado tarde.

Renato apretó la taza entre sus manos. Aún le costaba sostener la mirada cuando la verdad era así de limpia.

—Yo no merezco tu comprensión —dijo con voz grave—. Pero tampoco puedo aceptar este gesto como si nada. No sería justo. No después de lo que tú hiciste por todos.

Natalia sonrió, no con burla, sino con la calma de quien ha digerido su dolor.

—No lo veas como un favor, Renato. Es una oportunidad. Para ti. Para saldar una deuda distinta: contigo mismo. Haz algo con esta libertad. Algo que te recuerde que saliste no solo para recuperar tu vida… sino para rehacerla con sentido.

Hubo un silencio largo. De esos que no incomodan, porque sostienen lo que no se puede decir.

—¿Y tú qué harás ahora? —preguntó él.

Ella bajó la vista, pero su voz fue firme.

—Voy a renunciar a la empresa de los Santos.

Renato la miró, sorprendido.

—¿Estás segura?

—Más que nunca. Ya no tiene sentido para mí estar ahí. No después de todo. No después de haber visto cómo las personas se derrumban cuando nadie se detiene a mirar de verdad. Necesito empezar en otro lugar. Uno donde no pesen los apellidos más que las decisiones.

Él no dijo nada. Comprendía desde la herida. Desde el cambio que ambos conocían sin haberse buscado.

—Yo también me voy —dijo al fin—. A Estados Unidos. Quiero empezar desde cero otra vez. No hay nadie que me espere allá… pero por primera vez, eso no me asusta. No tengo más máscaras. Ahora todos saben que soy Renato y no Santiago. No tengo más cuentos. Solo esta verdad desordenada… y las ganas de hacer algo mejor con ella.

Natalia lo miró con respeto. Como se mira a quien, aunque tarde, decide volver a ser humano.

—Hazlo. Pero no mires atrás. No por cobardía. Sino porque a veces, lo único que nos salva es mirar hacia lo que aún no hemos sido.

Renato respiró hondo. Guardó sus últimas palabras no como despedida, sino como promesa.

—Te pagaré esa fianza, Natalia. No porque tú la exijas… sino porque yo necesito hacerlo. Como acto de responsabilidad. Como cierre digno.

Ella sostuvo la mirada.

—Haz lo que tengas que hacer. Pero que no sea solo un depósito en una cuenta. Que sea una forma de reconciliarte con esa parte de ti que todavía cree en algo más que la huida.

Ambos se miraron una última vez. Sin tristeza. Sin reproches. Con ese respeto silente que tienen los que deciden dejar atrás las ruinas… para construir desde lo que queda.

Y en esa terraza, entre el eco del viento y las tazas medio vacías, quedaron las palabras no dichas. A veces, el perdón no se nombra. Solo se ofrece en la forma de un adiós sereno.

Natalia regresó a la oficina. Estaba decidida. Esa oficina que antes era una sede sólida, de proyectos y alianzas, se había vuelto —tras todo lo ocurrido— un espacio de silencios y ausencias que no se podían ignorar. Verónica ya no estaba.

En la sala de juntas, no había carpetas ni gráficos. Solo estaban Gustavo, con la postura recta y el gesto preocupado; Julio, con los dedos entrelazados y la mirada fija en el suelo; y Marco, apoyado contra la pared, los brazos cruzados, como intentando anticipar el motivo de la reunión.

Natalia entró con paso decidido. Sabía lo que venía a hacer.

—Gracias por venir —empezó Natalia, de pie, con voz serena pero firme—. Sé que esta no es una reunión habitual. Pero necesitaba hablar con los tres. No podía irme sin explicar lo que me ha venido pesando desde hace días.

Gustavo frunció el ceño.

—¿Irte?

—Sí —confirmó ella, sin evasivas—. He decidido renunciar. Dejar la empresa.

Julio levantó la cabeza, sorprendido.

—¿Por qué?

—Porque no puedo seguir aquí. No después de lo que pasó con Verónica. No después de haber callado. De haber fallado.

Marco dio un paso hacia ella.

—Natalia, hiciste mucho por todos. Nadie aquí te está culpando.

Ella esbozó una sonrisa triste.

—No necesito que lo hagan. Ya lo hice yo. Y es más duro cuando te das cuenta de que la lealtad no bastó. Que estar presente no fue suficiente. Pude haber hecho más y no lo hice. Pude haber hablado antes. Haber gritado. Pero me quedé mirando. Jugando a detective.

Julio bajó la mirada. Las palabras pesaban.

—Verónica estaba enferma —dijo en voz baja—. No era tu responsabilidad salvarla.

Natalia negó suavemente.




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