Habían pasado algunos meses desde el largo invierno emocional. Quito despertaba ahora con mañanas más claras, una brisa templada que acariciaba sin urgencia y cielos que, por fin, se dejaban ver sin amenaza de tormenta. Algo en la ciudad se había alineado con los ánimos de quienes aún seguían reconstruyéndose desde adentro.
El restaurante Sueños Blancos también parecía distinto. Como si el lugar hubiese respirado profundo tras tanto silencio. Las paredes brillaban con una calidez renovada. Las mesas, ocupadas en su mayoría, tenían ese aire sereno de los sitios donde se vuelve a vivir. Una melodía suave, compuesta por David, sonaba desde los altavoces. Había sido grabada hacía apenas unas semanas y ya recorría emisoras y listas de reproducción como una promesa hecha canción.
Esa tarde, no hubo motivo oficial para el encuentro. Solo la necesidad de estar. De sentarse juntos. Sin urgencias, sin heridas expuestas, sin el peso de las despedidas. Solo estar. Como antes. Como ahora.
Los seis amigos ocupaban la mesa del fondo, la que daba al ventanal desde donde se podía ver cómo la tarde se derramaba sobre los tejados de Quito. Afuera, la luz tenía un tono dorado. Adentro, las risas habían vuelto sin esfuerzo.
David contaba una anécdota de su última sesión en el estudio, con el entusiasmo intacto de quien aún no se acostumbra del todo a la alegría:
—Estábamos a punto de grabar el solo de guitarra y, justo cuando el productor dice “acción”, ¡se va la luz! —relataba, entre carcajadas—. Él jura que fue el universo diciéndome que esa toma no debía existir. Pero la luz volvió, grabamos otra... y quedó perfecta. La mejor del disco, dicen.
—¿El universo te manda señales ahora? —ironizó Julio, alzando una ceja—. Tal vez solo fue lástima del transformador.
—O la guitarra tenía miedo de lo que ibas a tocar —añadió Marco, con una media sonrisa.
Mónica, con esa mezcla de apoyo y broma que la caracterizaba, intervino:
—No se rían. Esa canción ya está sonando en medio Quito. Ayer la anunciaron como la más solicitada de la semana. "Canción sin nombre" ya tiene nombre. Se llama Sin Luz.
—Y talento —dijo Ximena con suavidad—. Eso no se graba. Eso se es.
David hizo una reverencia desde su silla, con teatralidad juguetona.
—Gracias, gracias. Agradezco a mi guitarra, al café de Mónica que me mantuvo despierto tres semanas, y al corte de energía que convirtió una frustración en inspiración.
—¡Y a nosotros! —saltó Jackie—. Que te soportamos desde las épocas en que rimabas "amor" con "ventilador" y creías que eso era poesía.
Las carcajadas estallaron sin filtro. Incluso David se rindió ante la evidencia del pasado.
—¡Eso fue en la adolescencia! Tenía trece años y quería salvar el mundo con tres acordes y un verso torpe.
—Y lo estás haciendo —dijo Mónica, mirándolo con orgullo.
—Pero por favor, que nadie mencione la canción esa del "motor de tractor" —añadió Ximena, entre risas.
—¡Oye! —respondió David, apuntando a Julio—. Esa la escribimos juntos.
—¡Mentira! Yo solo aplaudí. ¡Y fue bajo amenaza! —se defendió Julio.
Rieron todos, sin contenerse. Las miradas se cruzaban con ternura. El tiempo, por fin, no pesaba.
Fue Julio quien, sin anunciarlo, alzó su copa. Su gesto no buscaba solemnidad, sino agradecimiento sincero.
—Por seguir aquí —dijo—. A pesar de todo. Por seguir riendo. Por no habernos soltado.
Los demás lo imitaron. Cada uno con lo que tenía en la mano: vino, jugo, agua, no importaba. Levantaron las copas como si el acto mismo ya fuera suficiente.
—Por los pasos torpes… —dijo Ximena.
—Por las canciones que no riman pero se sienten —añadió Mónica.
—Por los sueños que no se rinden —susurró Jackie.
—Por las cicatrices que se vuelven historia —dijo Marco.
—Y por ustedes —cerró David—. Porque sin ustedes, esta música no tendría sentido.
Las copas chocaron con un sonido limpio, casi simbólico. Y entonces, Jackie propuso un brindis más:
—Y por Alejandra y Joaquín… que aunque estén lejos, siguen sentados en esta mesa.
—¡Salud por ellos! —dijo Marco—. Que regresen pronto, o que nos esperen, pero siempre con el corazón aquí.
Julio alzó nuevamente la copa, esta vez más despacio.
—Y por Patricia —dijo, con una sonrisa tenue—. Porque su luz no se apagó… solo se volvió parte del aire que respiramos.
Ximena, sentada a su lado, le apretó la mano con ternura. David, con la voz más baja, añadió:
—Que donde esté… sepa que seguimos riendo. Como a ella le gustaba.
—Por los que están… por los que se fueron… y por los que siempre serán parte —cerró Marco.
Jackie bajó apenas la voz y con una mirada curiosa, se atrevió a preguntar:
—Ya que hablamos de Alejandra… ¿alguien sabe de ellos?
El grupo se miró. Fue Ximena quien respondió primero, con un tono apacible, mientras giraba levemente su copa entre los dedos.
—Hablamos hace unas semanas, en realidad. Me escribió para preguntar por Daniel… y para contarme que están bien. Juntos, como siempre.
—¿Y su padre? —preguntó David, con una ceja alzada.
—Nunca terminó de recuperarse del todo. Estuvo estable por un tiempo, pero hace un par de semanas volvió a empeorar. Los médicos no le dieron muchas esperanzas.
—Qué duro… —murmuró Marco, bajando la mirada—. Alejandra siempre hablaba de él con tanta devoción.
—Y lo acompaña —añadió Mónica—. No se ha despegado de su lado. Dice que, pase lo que pase, quiere que el viejo sepa que no está solo. Que esta vez no lo va a dejar.
Hubo una pausa.
—Les haré una videollamada mañana —dijo Jackie, con una sonrisa—. Sería bueno que vean que aquí seguimos. Que esta mesa aún tiene su lugar guardado.
—Eso… —dijo Marco—. Y que cuando todo pase, regresen. Porque Quito sin ellos… es un poco gris.
Ximena le puso la mano sobre el hombro, como si respondiera a su pensamiento con el corazón.