La mañana apenas despertaba cuando el teléfono sonó en casa de Alfonso. Era temprano en Quito, pero el timbre no desconcertó. Dulcina, sentada junto a Berta con una taza de té entre las manos, había adoptado el ritual de compartir cada amanecer desde que supo de su embarazo. Alfonso, desde el estudio, atendió la llamada.
—¿Aló?—preguntó con voz firme, todavía entornada por el sueño.
—Soy yo... Raúl.
Un silencio se extendió brevemente. No esperaba esa llamada. No a esa hora. No con ese tono. Había en la voz de Raúl una grieta serena, una pausa nueva, como si por fin hubiera dejado de luchar contra el ruido interior.
—Estoy bien, dentro de lo posible... No te llamo para volver. Solo sentí que debía hacerlo.
—Aquí estamos —respondíó Alfonso, desde la puerta del estudio, cruzando la mirada con Dulcina, quien entendió de inmediato. No hubo necesidad de nombres.
Raúl respiró hondo.
—No pasa un día sin que piense en lo ocurrido. En lo que hice. En lo que permití. Pero estar lejos me ha dado algo de perspectiva. Trabajo ahora en un centro comunitario, en la periferia de Valencia. Repartimos alimentos, doy clases de regularización... Nada extraordinario. Pero siento que, al menos, no estoy destruyendo.
—Eso ya es mucho —dijo Alfonso, sin levantar la voz.
—No es redención. Eso no se gana tan fácil. Pero es un silencio limpio. Nadie me conoce. Solo soy “el ecuatoriano que enseña matemáticas”. Y por ahora, eso me basta.
Desde la sala, la risa leve de Berta y un suspiro de Dulcina se colaban entre los muros. Raúl continuó:
—También llamo porque supe lo del embarazo. De ti. De Dulcina.
Hubo un instante de pausa.
—Sí. No lo esperábamos. Llegó cuando todo parecía tambalearse. Y sin embargo, aquí está. Una sorpresa de vida.
—Saber que voy a tener un hermano... me da algo de esperanza. Como si en medio de todo, algo nuevo pudiera comenzar.
Dulcina se acercó y se sentó junto a Alfonso. Él activó el altavoz.
—Hola, Raúl —dijo ella con una calidez sobria—. Me alegra escucharte con otra voz.
—No sé si he cambiado... pero aprendí a quedarme solo con lo que vale. Y ustedes... ese hijo... valen.
Ella acarició su vientre, y sonrió con discreción.
—Será un niño amado. Eso puedo prometerlo.
Raúl vaciló antes de agregar:
—Y algún día, si el tiempo lo permite... me gustaría conocerlo.
Fue Berta quien habló desde la otra sala:
—Los caminos se cruzan cuando es tiempo. No antes. No a la fuerza. Pero lo bueno, si se cultiva con humildad, siempre vuelve.
Raúl calló. Se oyó el susurro del viento a través de una ventana en Valencia.
—Papá... —dijo con voz bajía—. No me atrevo a pedirte perdón. Aún no. No porque no lo desee, sino porque no siento que lo merezca. No después de lo que fui. De lo que permití.
Alfonso cerró los ojos. Dulcina le tomó la mano.
—Pero si algún día decides que puedo estar ahí... me gustaría verte. No por mí. Por ti. Por ustedes. Por ese niño.
La voz se le quebró un poco.
—Ese nuevo hermano será luz. Y aunque yo no pueda ser motivo de orgullo, me reconforta pensar que algo en esta familia volverá a nacer sin sombras. Que este niño borre, aunque sea un poco, el dolor que Verónica y yo dejamos.
Alfonso tragó saliva.
—Nosotros también lo vemos así. Este hijo es una nueva posibilidad. Para ti. Para mí. Para Dulcina. No como olvido. Como otra forma de sanar. Quizás no supimos ser los padres que ustedes necesitaban. Pero queremos serlo ahora. Y si regresas con el alma abierta, aquí estaré. Sin reproches. Con esperanza. Porque el tiempo, Raúl, también reconstruye.
Raúl respiró hondo.
—Gracias, papá. No por lo que dices, sino por quedarte en la línea.
—Cuídate, hijo.
—Lo haré.
Y la llamada terminó.
Alfonso quedó mirando el teléfono apagado. Dulcina no habló. Pero en su mirada había algo que entendía sin necesidad de palabras.
—No creí que me iba a emocionar —dijo él, apenas audible—. Escuchar a Raúl así... me removió algo que pensé muerto.
Dulcina lo rodeó con los brazos.
—Tal vez todos necesitamos una nueva oportunidad. Aunque no sepamos qué hacer con ella.
Alfonso acarició su vientre.
— Dulcina… —dijo con lentitud—. ¿Y si vamos nosotros a España? Allá está Raúl, sí… pero también hay más calma. Tal vez más seguridad. Más atención médica para ti, para el bebé. Y más silencio del que aquí no hemos podido tener.
Ella lo miró sorprendida, pero sin miedo. Una parte de ella ya lo había pensado.
—¿Irnos... un tiempo?
—Solo hasta que nazca nuestro hijo —afirmó Alfonso con convicción—. Para que estés bien cuidada, tranquila. No hay que pensar en esto como una huida. Allá nadie conoce nuestra historia. Podemos empezar, aunque sea por unos meses desde otra paz.
Dulcina acarició su vientre con una ternura silenciosa.
—Me asusta, Alfonso. Me asusta la idea de irnos justo ahora cuando parecíamos estar rearmando todo.
—Lo entiendo —dijo él—. Pero a veces hay que alejarnos un poco para volver más fuertes. No quiero que te expongas a nada. No con este embarazo tan especial. No con tu edad. Allá podríamos tener asistencia médica, control, y sobre todo aire limpio para respirar.
Justo en ese instante, Dulcina miró a Berta.
—Mamá… estamos pensando en irnos a España. Solo un tiempo. Hasta que nazca.
Berta no reaccionó de inmediato. Luego, serena, respondió:
—Lo supe en cuanto escuché el tono de voz de ustedes.
—¿Te parece mal? —preguntó Alfonso, con respeto.
Berta negó lentamente.
—No. Me parece sabio. Y me parece justo. Este niño merece llegar a un mundo más en paz. Y tú, hija mía… mereces dar a luz sin miedo. Sin recuerdos oscuros respirándote en la nuca.
Dulcina la abrazó. Berta la contuvo.
—Me dolerá tenerte lejos. Pero me dolería más verte caer otra vez. Esta vez, déjate cuidar. Déjate vivir.