La casa de Gustavo tenía esa quietud de los domingos en que el mundo parece transcurrir más despacio. El aroma a café recién hecho flotaba en el aire y los ventanales abiertos dejaban entrar una brisa suave que movía con pereza las cortinas. Afuera, el cielo de Quito era una mezcla de celeste pálido y nubes que no amenazaban lluvia, solo acompañaban el día sin mayor protagonismo.
Malvina entró al comedor con una pequeña bandeja entre las manos. Había preparado pan de yuca y dos tazas de té. Gustavo hojeaba el periódico sin demasiado interés.
—Ya se fueron —dijo ella de pronto, rompiendo la pausa con suavidad.
Gustavo alzó la vista.
—¿Quiénes?
—Dulcina y Alfonso. Tomaron el vuelo esta mañana. Mi mamá me avisó hace un rato. Ya están rumbo a Valencia. Quieren que el bebé nazca allá, con más calma, más control médico… más distancia de todo lo que los ha perseguido.
Gustavo asintió despacio.
—Es lo mejor para ella. Y para él también.
Malvina se sentó frente a él, sirviendo el té con movimientos lentos.
—¿Estás bien? —preguntó, notando un leve rastro de preocupación en sus ojos.
Gustavo vaciló un segundo antes de responder.
—Sí. Solo que… hace unos minutos estaba hablando con Marco.
—¿Ah sí? ¿Cómo está? ¿Todo bien allá?
—Parecía que sí. Estaban en el hotel, después de la gira. Me contó que todos estaban tranquilos, felices… que Jackie reía, que Daniel crecía cada día más, que Ximena y Julio estaban bien. Hablamos un poco… y luego, de pronto, la llamada se cortó.
Malvina se inclinó, atenta.
—¿Se cortó cómo? ¿Como que colgó o como que se cayó la línea?
—Como que se cayó —explicó Gustavo, alzando ligeramente el teléfono y mirándolo—. Pensé que era señal. Le volví a marcar, pero no contesta. Tal vez se le descargó el celular, o simplemente se quedó dormido. Son casi las cuatro allá. Seguro estaban agotados después de la gira.
Malvina bebió un sorbo de té, intentando quitarle peso al asunto.
—No debe ser nada grave. A veces a los chicos se les olvida cargar el celular. O lo ponen en modo avión para descansar un rato.
—Sí —asintió Gustavo—. De todos modos, intentaré llamarlo más tarde. Quedamos en que hablábamos con más calma luego, cuando tuviera tiempo.
—¿Te dijo algo especial? ¿Cómo lo notaste?
—Tranquilo. Un poco cansado, quizás. Pero bien. Me alegró escucharlo así.
Malvina dejó la taza sobre la mesa y lo miró con ternura.
—Marco ha aprendido a convivir con sus heridas. Y eso lo ha hecho más fuerte de lo que creemos. Si algo estuviera mal… nos lo dirían, ¿no?
Gustavo asintió, aunque su mirada se quedó un segundo más de la cuenta sobre la pantalla del celular, que seguía en silencio. Un silencio que no parecía alarmante… aún.
—Sí —respondió, tratando de convencerse—. Ya hablaré con él más tarde.
Gustavo miró el reloj, luego su taza. Después volvió a mirar el celular. Aún sin respuesta.
Pero no llamó otra vez.
Todavía no.
Lo que debía saberse… aún no se había revelado. El silencio, ese que a veces es descanso… ya comenzaba a transformarse en presagio.
En la piscina del hotel de Nueva York, el agua reflejaba la luz de la tarde con un brillo calmo. Todo parecía suspendido en una burbuja de armonía: las sombrillas blancas proyectaban sombras suaves, la música ambiental sonaba con discreción desde un parlante cercano, y los cuerpos descansaban entre conversaciones sin urgencia.
Ximena, Jackie y Alejandra compartían una tumbona amplia, cubiertas aún con toallas, los pies húmedos y los rostros serenos. Hablaban en voz baja, entre risas, como quienes saben que ese tipo de paz no dura siempre.
—No puedo creer lo bien que salió el show —dijo Alejandra, estirando las piernas—. Casi me hacen llorar con la última canción de David. Y eso que no soy fácil de emocionar.
—Esa canción fue idea de Marco —añadió Ximena—. Él insistió en que cerraran con algo que hablara de comenzar de nuevo.
Jackie bajó la mirada un instante, luego la levantó con una leve sonrisa.
—Sí… él siempre piensa en eso. En empezar otra vez.
Alejandra la observó con atención medida.
—¿Y tú? ¿Te imaginaste volver con él alguna vez?
Jackie se tomó su tiempo. Necesitaba es espacio para poner en orden las palabras.
—Lo pensé muchas veces —dijo con honestidad—. Pero aprendí que amar a alguien no siempre significa quedarse. A veces el amor cambia de forma. Y si uno no lo acepta, termina hiriendo… o hiriéndose.
Ximena asintió con ternura. Alejandra, más directa, insistió:
—¿Y crees que Marco lo aceptó como tú?
Jackie desvió la mirada hacia la piscina. Joaquín hacía volar a Daniel por el aire y Julio reía con ellos desde el borde.
—Creo que sí. Marco nunca se aferra a lo que no puede retener. Agradece lo que tiene. Su manera de amar es discreta. Nunca me exigió nada. Solo se mantuvo cerca. Y yo… yo también lo necesito. Pero como amigo. Como parte de mi vida. Hasta ahora, eso nos ha bastado.
Las tres quedaron en silencio. No era un silencio incómodo. Era de esos que hablan por dentro.
—Lo dices con paz —comentó Ximena, sonriendo leve.
—Es que ya no duele —respondió Jackie—. Lo trabajé. Lo lloré. Y lo solté. Solo quiero que sea feliz… esté donde esté.
Alejandra iba a responder, pero su mirada se desvió.
—¿Y Marco? ¿Dónde se metió?
Jackie miró en la misma dirección. La tumbona de Marco estaba vacía, la toalla colgando aún húmeda.
—Hace rato no lo veo —dijo Ximena, incorporándose.
Joaquín se acercó, secándose el rostro.
—Se fue a la habitación —informó—. Dijo que el tequila le cayó pesado y necesitaba un respiro. Se veía bien, solo un poco mareado.
Jackie rió.
—Se tomó dos seguidos. Ya sabemos que no le dura el aguante.
—Seguro está acostado viendo una película vieja —añadió Alejandra—. Mañana nos dirá que fue culpa del clima, no del alcohol.