El hospital Bellevue se alzaba bajo la noche neoyorquina con esa solemnidad que sólo tienen los lugares donde la vida y la muerte se rozan a diario. Las luces blancas del acceso de urgencias cortaban el frío con su resplandor opaco, y el murmullo de ambulancias, pasos, puertas y órdenes médicas tejía una atmósfera tensa, lejana a cualquier calma.
Ximena bajó del taxi antes que los demás, como si sus pies hubieran decidido moverse antes que sus pensamientos. Detrás de ella, David, Alejandra, Joaquín y Mónica se apresuraron a seguirla, cruzando el vestíbulo sin preguntar, como si el alma supiera el camino.
Los encontraron allí.
Jackie, sentada en un banco de metal junto a la pared. A su lado, Julio caminaba de un extremo a otro, con los hombros tensos y las manos cerradas en puños. Nadie hablaba. Nadie se movía. Solo los relojes parecían avanzar, crueles, indiferentes al miedo.
Ximena fue la primera en hablar.
—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Ya lo atendieron?
Julio se detuvo, alzó la mirada. Había en sus ojos algo más que agotamiento. Era una mezcla de incredulidad y rabia contenida, de esos sentimientos que se tejen cuando se quiebra algo que uno daba por eterno.
—Lo llevaron hace media hora —respondió, apenas audible—. No sabemos nada aún. No nos han dicho nada.
Jackie no levantó la vista. Sus labios estaban apretados, como si cada palabra fuera un esfuerzo inútil.
David se acercó a Julio, lo tomó del brazo.
—¿Pero estaba despierto? ¿Pudo hablar? ¿Hizo algún gesto?
Julio negó lentamente con la cabeza.
—Nada. En todo el tiempo que estuvimos en la ambulancia... nada. Respiraba, sí. Pero ni un parpadeo. Ni una reacción. Era como si estuviera... —se interrumpió—. Como si no estuviera del todo allí.
Alejandra se cubrió la boca con ambas manos. Joaquín cerró los ojos por un instante. Mónica se arrodilló frente a Jackie y le tocó la rodilla con ternura.
—¿Tú estabas con él? —le preguntó, suave.
Jackie asintió apenas.
—Le habé todo el camino. Le rogué. Le dije que no se fuera. Le tomé la mano. Pero... nada. Ni un movimiento. —Entonces, alzó la vista, por fin—. Su piel estaba helada. Como si algo en él ya se hubiera rendido. Pero su corazón... seguía allí. Lentamente, pero seguía.
Un silencio se impuso sobre todos. El tipo de silencio que no se llena con palabras. Solo con la presencia.
Ximena se sentó al otro lado de Jackie. Le tomó la mano, la apretó con fuerza.
—Va a salir de esta. Él es más fuerte de lo que todos creemos.
—Sí —intervino Julio, como si se obligara a creerlo—. Marco no se rinde. Nunca lo ha hecho. No lo hará ahora.
—Pero el cuerpo a veces se cansa antes que el alma —respondió Jackie, sin dramatismo, pero con una crudeza desgarradora—. Y Marco ha estado sosteniendo tantas cosas… por tanto tiempo…
David se dejó caer en una de las sillas metálicas. Apoyó los codos en las rodillas y se cubrió el rostro con las manos.
—¿Cómo pasó esto? —murmuró—. Hace unas horas estábamos riendo. Nadando. Haciendo planes. Él estaba bien... lleno de vida.
—El cuerpo guarda silencios que a veces ni el alma alcanza a nombrar —dijo Joaquín, con voz apagada.
Un médico cruzó el pasillo. Todos se incorporaron al instante, como si un resorte invisible los hubiera empujado al mismo tiempo.
—¿Marco Santos? —preguntó Julio, con apremio.
El médico se detuvo y revisó una hoja. Negó suavemente con la cabeza.
—Aún está en evaluación. Estamos descartando hemorragias internas y eventos cardiovasculares. Está siendo estabilizado. Les informaremos apenas tengamos resultados.
—¿Pero está vivo? —preguntó Jackie.
—Sí. Está vivo. Pero su estado es crítico. Por favor, permanezcan aquí.
Volvió a caminar y el vacío regresó con él.
Jackie volvió a sentarse. Esta vez una lágrima le cruzó la mejilla. Una sola. Como la primera grieta en una fortaleza que se niega a caer.
—No puedo creer que esto esté pasando —susurró.
Ximena la abrazó sin decir palabra. Nadie lo hizo. Pero todos lo sintieron: el miedo era real. Y estaba allí, sentado con ellos.
En Quito, la noche descendía con lentitud sobre la casa de Gustavo. El cielo, cubierto por un gris azulado, anunciaba una madrugada serena, sin lluvia, pero densa de humedad, como si el aire viniera desde dentro de las paredes. Malvina organizaba papeles en el escritorio mientras Gustavo preparaba café en la cocina, con esos movimientos pausados que adoptan los cuerpos cuando la prisa ha sido reemplazada por espera.
El celular vibró sobre la mesa.
Gustavo lo miró sin urgencia. Luego leyó el nombre en la pantalla.
"Ximena"
Sintió algo en el estómago. No era miedo, pero sí un golpe. Contestó al segundo tono.
—¿Ximena?
—Gustavo... —su voz era un hilo descompuesto—. Estamos en el hospital.
Todo pareció detenerse.
—¿Qué? ¿Quién...? ¿Qué pasó?
—Marco.
Una sola palabra. Y el café comenzó a rebalsar. No importó. Solo escuchaba el temblor en su voz.
—Se desmayó en el hotel. Lo encontraron inconsciente. Lo llevamos en ambulancia. No ha despertado... no ha reaccionado. Está en evaluación. El estado es crítico.
Desde el umbral de la puerta, Malvina lo observaba. No necesitó oír más. El rostro se le descompuso al instante.
Gustavo avanzó hacia el comedor con el teléfono en la mano y el corazón por estallar.
—¿Está vivo? —preguntó.
—Sí... pero muy inestable. Nadie se ha movido de aquí. Hay miedo, Gustavo.
Gustavo apoyó una mano en el marco de la puerta. Las piernas le temblaban.
—Voy. Malvina y yo tomaremos el primer vuelo. No puede estar solo. No ahora.
—Te avisaré si hay novedades —susurró Ximena.
—Gracias, hija —dijo él, como si ese "hija" envolviera también a todos los que estaban allá.
Cortó la llamada.
Malvina seguía allí. No necesitó palabras. Bastó ver el temblor en los dedos de Gustavo, la forma en que el teléfono le pesaba como una culpa repentina.