El silencio en la habitación parecía haberse congelado entre las sombras de las máquinas que parpadeaban. Julio estaba allí, sentado junto a la camilla. Sus dedos entrelazados sostenían la mano de Marco con una ternura casi infantil. No hablaba desde hacía varios minutos, solo lo observaba con el alma rendida pero aún esperanzada.
—Hermano… —murmuró por fin—. Nunca pensé que tendría que prepararme para perderte. No después de todo lo que luchamos. No después de haberte recuperado cuando creíamos que ya te ibas. No ahora.
Marco, inmóvil aún, parecía lejano, con su alma suspendida entre dos mundos.
Julio bajó la cabeza, tragó saliva con dificultad y continuó:
—Estás aquí, pero también estás en otro lado. Y yo estoy aquí, pero me estoy rompiendo por dentro. Porque tengo miedo, Marco. No solo por lo que pueda pasar… sino por lo que tengo que decirte.
Un suspiro largo. Profundo. Desgarrador.
Y entonces, sin previo aviso, la mano de Marco tembló. Apenas un movimiento, pero suficiente para que Julio alzara la vista de golpe.
—¿Marco?
El nombre fue apenas un susurro que retumbó como un eco contenido. Se inclinó, buscando una señal. Entonces lo vio: un parpadeo tembloroso, casi imperceptible, pero real. Luego, los ojos de Marco se abrieron con lentitud, con el peso del mundo sobre sus párpados. Desorientados, apagados… pero vivos.
—¿Dónde… dónde estoy? —logró decir con voz quebrada.
Julio se incorporó sin dejar de sostener su mano.
—Estás en el hospital, hermano. En Nueva York. Te desvaneciste. Perdiste el conocimiento en el hotel. Te trajimos en ambulancia… han sido horas muy difíciles.
Marco intentó moverse, pero un gesto de dolor recorrió su rostro. El cuerpo hablaba por él.
—¿Qué me pasó?... ¿por qué me siento así?
Julio cerró los ojos un instante. Necesitaba fuerza para decirlo.
—Marco… —empezó Julio, con voz temblorosa, apenas un susurro entre los latidos—. Hay algo que tengo que contarte, y me cuesta, porque… porque daría lo que fuera por que no fuera cierto. Pero tú mereces la verdad. Siempre la has merecido.
Tomó aire, entrelazando aún más sus dedos con los de su hermano.
—Cuando te desmayaste, los médicos hicieron exámenes… buscaron respuestas. Y encontraron algo que ninguno de nosotros imaginaba. El riñón que recibiste… tenía una herida oculta. Algo que no se vio, que nadie detectó. Un tumor, Marco. Un carcinoma. Un enemigo que estaba escondido desde antes, en silencio.
Se le quebró la voz, pero no apartó la mirada.
—Y ese tumor… ya no está solo ahí. Se ha extendido. Se ha llevado partes de ti, sin avisar, sin darnos tiempo de protegerte.
Julio bajó la cabeza, pero su mano seguía firme sobre la de Marco.
—Perdóname… —susurró—. Ojalá pudiera cambiarlo. Pero ahora, lo único que me importa… es que no te sientas solo en esto. Nunca.
Marco parpadeó lentamente. Luego giró el rostro hacia la pared.
—¿Me voy a morir? —preguntó, sin adornos. Sin miedo. Sólo verdad.
Julio bajó la mirada. No respondió con palabras. Pero el silencio habló por él.
—Tienes que ser fuerte. Papá, Sabrina, y Malvina vinieron desde Quito… todos están aquí. Te aman. Te están esperando.
Marco respiró con dificultad. Los ojos fijos en el techo blanco.
—¿El riñón...? ¿El que me dio David... tenía eso?
—No pienses en eso ahora —dijo Julio, con la voz más suave que pudo reunir—. David está bien. Está siendo cuidado. Ahora… lo que importa eres tú.
Marco cerró los ojos. Y aunque las lágrimas se agolpaban, eligió contenerlas. Como quien quiere despedirse con la frente en alto.
—Lo siento… no por mí. Por ustedes. Por lo que no voy a poder darles. Pero… antes de que todo termine, quiero verla. Solo verla. ¿Puedes… puedes llamar a Jackie?
Julio no necesitó más. Se inclinó, lo besó en la frente con reverencia, y salió sin decir palabra. El pasillo parecía más largo que nunca.
Mientras Julio se alejaba por el pasillo, en otra sala del hospital David permanecía sentado en silencio, con la mirada fija en un punto invisible. Mónica, a su lado, sostenía su mano entre las suyas.
El consultorio era más pequeño que la unidad de cuidados intensivos. La puerta se abrió con suavidad. El doctor Foster entró con una carpeta y una expresión menos tensa que la habitual.
—David —saludó—. Ya tenemos los primeros resultados. Hay algo que quiero explicarles.
David se irguió un poco. Mónica no soltó su mano.
—Encontramos una pequeña opacidad en la zona donde antes estaba tu riñón derecho. Podría ser una cicatriz postquirúrgica o algo benigno. Pero necesitamos confirmarlo.
—¿No hay una forma más segura de saberlo sin que tengan que internarme? —preguntó David, con la mirada fija en el médico.
Foster negó suavemente con la cabeza, con la seriedad justa.
—No, David. La única manera de estar seguros es con una biopsia. Y debe hacerse hoy mismo. Es un procedimiento ambulatorio, pero delicado. Necesitamos internarte para hacerlo con todo el cuidado necesario.
Mónica entrelazó aún más sus dedos con los de David. Lo miró, con la voz temblorosa, apenas audible.
—¿Tiene que ser ahora...?
—Sí. No queremos esperar más. Si es benigno, nos quedaremos tranquilos. Y si no lo es, ganaremos tiempo.
David no vaciló. Asintió despacio.
—Está bien. Háganlo. No quiero que esto se repita. Ni en mí. Ni en nadie.
Foster le puso una mano en el hombro.
—Vamos a cuidarte. Personalmente.
Cuando el médico salió para coordinar el ingreso, Mónica abrazó a David con fuerza. Esta vez no contuvo el llanto.
—No quiero que te pase nada —dijo en voz baja—. No tú. No ahora.
David le acarició el cabello, con ternura serena.
—No me va a pasar nada. Pero si algo sucediera… quiero que recuerdes esto: no me arrepiento de nada. Ni de haberte amado. Ni de haberle dado a Marco lo que necesitaba para vivir. El amor siempre vale el riesgo.