Sueños Blancos.

LVI. SUEÑOS BLANCOS Y LA HISTORIA DEL AMIGO QUE SE QUEDÓ PARA SIEMPRE

La habitación donde ahora descansaba Marco ya no era un cuarto de hospital cualquiera. Las luces habían sido atenuadas, las máquinas reducidas a lo indispensable. Las paredes, antes impersonales, guardaban ahora el calor de las últimas miradas, el murmullo de los que amaban y el respiro contenido de quienes sabían que el tiempo apremiaba.

Marco permanecía recostado, débil pero lúcido. Su cuerpo no respondía con la firmeza de antes, pero su espíritu parecía más presente que nunca. En sus ojos no había resignación, sino un tipo de paz que solo nace de la gratitud.

La puerta se abrió despacio.

Fueron los primeros.

Joaquín ingresó con paso medido, llevando en la expresión una determinación contenida. Alejandra, junto a él, caminaba con lentitud, dejando atrás retazos de sí misma en cada metro recorrido una parte del alma.

Marco los vio y esbozó una sonrisa leve.

—Ustedes —dijo, con voz cansada pero clara—. Gracias por venir.

Alejandra se adelantó sin decir palabra, le tomó la mano con delicadeza y se sentó junto a él. Joaquín permaneció de pie, mirando a su amigo como si intentara memorizarlo.

—No íbamos a estar en otro lugar —dijo al fin—. No mientras tú estuvieras aquí.

Marco los observó unos segundos, con la ternura del que ya no tiene prisa. Luego habló despacio:

—Le pedí a Dios muchas veces… que si ya no iba a sanar, al menos me dejara verlos una vez más. Me lo concedió. Me permitió este reencuentro. Y eso, créanme, es más que suficiente.

Alejandra llevó la mano libre a sus labios, conteniendo la emoción que ya amenazaba con desbordarse.

—No digas eso todavía…

—No es una despedida —replicó él, con una calma serena—. Es un regalo. Saber que uno se va acompañado. Que nada quedó sin decir.

Joaquín se acercó y se sentó al otro lado. Le puso una mano en el hombro. El gesto fue sencillo, pero cargado de historia.

—¿Sabes lo que fuiste para mí, Joaquín? —preguntó Marco—. Un faro. Cuando todo era oscuridad, tú sostenías al grupo. Nunca lo dije como debía. Pero lo sentí.

Joaquín apretó los labios. Su voz fue apenas un susurro:

—Y tú… tú fuiste el alma. El que nos mantuvo unidos, incluso sin estar en el centro.

Marco miró a Alejandra. Le acarició apenas los dedos.

—Y tú me enseñaste que la alegría también es silencio. Que la ternura puede ser una casa. Que a veces, un abrazo basta para encontrar el camino de regreso.

Ella se inclinó y lo abrazó con sumo cuidado.

—Te quiero, Marco —susurró—. Como a un hermano. Como a un pedazo de mi historia.

Él cerró los ojos un instante, sintiendo el calor del gesto.

—Recuérdenme desde la música, desde nuestras noches largas, desde lo que fuimos. Desde los sueños blancos que sí vivimos.

Joaquín apoyó su frente en la de él, unos segundos. Luego, en voz baja:

—Gracias por habernos elegido.

Marco suspiró. Con dignidad.

—Vayan… Hay otros que esperan. Pero quédense cerca. Hasta el final.

Alejandra le acarició la mejilla. Joaquín le apretó la mano.

Salieron en silencio, dejando la puerta entornada.

Pasaron algunos minutos. La habitación había vuelto a quedar en calma, como si cada segundo esperara ser vivido con devoción. La puerta volvió a abrirse.

Julio fue el primero en entrar. Caminaba despacio, con la mirada anclada al suelo, cargando emociones que ya no encontraba cómo traducir. Ximena le seguía, con una serenidad frágil, contenida en la línea temblorosa de sus labios. Detrás de ellos, Malvina avanzaba con lentitud, el rostro desbordado de ternura y desgaste, pero con esa firmeza silenciosa que da el amor cuando ha atravesado el tiempo y la pérdida.

Marco alzó la vista. Sus párpados pesaban, pero en cuanto los reconoció, una sonrisa leve se dibujó en su rostro. No fue amplia, pero bastó para iluminar su expresión.

—Ximena… Julio… Malvina…

Ximena se acercó primero. Se sentó a su lado, le acarició el brazo con dulzura y lo miró con la emoción callada de quien reconoce una parte de su historia frente a sí. Julio se quedó a un costado, inmóvil, temiendo que cualquier movimiento quebrara la delicadeza del instante.

Malvina se acercó luego. Se sentó frente a él, tomó su mano entre las suyas y lo miró con una ternura sin rastro de palabras.

—Pensé que no tendría fuerzas para entrar —dijo al fin, con voz baja—. Pero tú mereces más que eso. Mereces gratitud.

Marco la miró con los ojos húmedos, y asintió muy despacio.

—Recuerdo cuando abriste tu casa para nosotros. Cuando Ximena y yo apenas éramos dos muchachos buscando calor. Recuerdo cómo ayudaste a mi padre a volver a creer. A volver a sentir.

Malvina apretó su mano.

—Fuiste parte de la vida de mi hija… y después, de la mía. Hijo del hombre con quien elegí seguir caminando. Si en algo te fallé… si alguna vez no supe estar como debía…

Marco negó suave, con un gesto tranquilo.

—No hay deuda. Me sentí querido. En tu casa encontré más que un techo. Encontré familia.

Malvina asintió con los ojos, le acarició la mejilla, y con un gesto tembloroso, besó su frente.

Luego se levantó, lo miró una vez más y salió sin decir nada.

Ahora solo quedaban los tres.

Ximena le sostenía la mano con delicadeza. Julio, del otro lado, sin moverse, pero presente con todo el cuerpo.

Marco los miró. Ya no tenía fuerzas para hablar mucho, pero sí para nombrar lo esencial.

—Fueron mi refugio… cuando no sabía quién era, cuando me sentía extraño en mí mismo. Ustedes me dieron un lugar. Un presente.

Ximena bajó la mirada. Julio, en cambio, alzó los ojos y habló:

—Y tú fuiste mi hermano. El que me sostuvo cuando ni yo sabía cómo hacerlo. Te amé como se ama a los que siempre estuvieron, aunque no tengan tu sangre.

Marco cerró los ojos un instante.

—Entonces… puedo irme en paz.

Julio le tomó la mano con fuerza. Ximena se acercó aún más.




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