Ximena empujó la puerta del departamento con la mano temblorosa. La tarde descendía con una lentitud inusual, como si el día se resistiera a ceder. Había salido a caminar, buscando aire entre el peso del duelo. Al volver, un presentimiento la envolvió: algo no encajaba.
La sala estaba vacía. La cocina, inmóvil. En la mesa, un vaso a medio terminar: huella reciente de una presencia que ya no estaba.
—¿Julio?—llamó en un susurro, como si al pronunciar su nombre pudiera deshacer la ausencia.
Nadie respondió.
Revisó cada rincón. El baño. El pequeño estudio. Todo intacto, todo en calma. Demasiado en calma.
Entonces miró la cuna. Vacía.
Recordó que Daniel pasaría la tarde con Malvina, para que ella pudiera salir un momento a solas. Pero Julio no había dicho que saldría. No había dejado nota. No contestaba el teléfono. Nada.
Marcó su número. Una vez. Nada. Volvió a marcar. Directo al buzón de voz. El teléfono parecía apagado, o tal vez sin batería. Apoyó el aparato en la mesa, con las manos heladas. Se obligó a respirar.
Sin perder tiempo, tomó las llaves y salió. El trayecto hasta la casa de Malvina, una cuesta invisible entre la angustia y la incertidumbre.
Diez minutos después, llegó a la casa de Malvina. Ximena cruzó el umbral con paso rápido, contenida, pero no en calma. Apenas puso un pie en la casa, el aroma familiar del café y de la madera le trajo algo de refugio, aunque el pecho seguía agitado. No era ansiedad, era otra cosa. Era la sensación precisa de que algo no estaba bien.
—¿Mamá? ¿Gustavo?
La voz de Malvina respondió desde la sala.
—Aquí estamos, hija.
Ximena caminó hasta ellos. Malvina estaba sentada en el sofá, con Daniel dormido en su regazo, su cabecita hundida entre el pecho y el brazo de la abuela. Gustavo, en cambio, estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera como si esperara que alguien llegara.
—¿Viniste por el niño? —preguntó ella, sonriendo con una ternura contenida.
—No —dijo Ximena—. Vine a ver si Julio está aquí.
Ambos adultos la miraron al instante. Gustavo giró por completo, y Malvina, sin dejar de sostener al niño, frunció el ceño.
—¿No estaba en casa contigo?
—Cuando salí esta mañana, dormía —respondió Ximena—. Pero cuando volví no estaba. No dejó nota, no llevó celular. No está en la oficina. No pasó por el restaurante. Nada.
Gustavo se acercó unos pasos. El rostro se le transformó de inmediato.
—¿Estás segura que no dejó dicho a dónde iba?
—Segura —repitió ella—. No hay nada. Solo su chaqueta, pero se llevó su maleta pequeña.
Malvina bajó la mirada hacia Daniel, como si buscara en su quietud alguna respuesta.
—Anoche apenas hablamos. Él estaba apagado. Con ese silencio de estos días, ese silencio que le cuesta vez más.
Gustavo suspiró hondo. Se dejó caer sobre una silla como si el alma le pesara más que el cuerpo.
—Desde que Marco murió, no es el mismo. Anda, vuelve, trabaja sin estar presente. Lo he visto mirar al vacío... sin saber hacia dónde moverse o qué hacer con el dolor.
Ximena bajó la voz.
—Y no se despidió.
Malvina la miró, con un temblor en la voz.
—¿Crees que pudo...?
La pregunta de Malvina fue directa, pero no por eso menos dura. En el silencio que siguió, la tensión se hizo más densa.
Gustavo se frotó el rostro con ambas manos. No respondió, pero la mirada que cruzó con Ximena habló por él.
Ella negó lentamente con la cabeza.
—No quiero pensarlo. No quiero decirlo. Pero tampoco puedo ignorar que no está. Y si no está aquí, ni allá, ni con nosotros... entonces, ¿dónde?
Gustavo se incorporó. Su tono ya no era solo de preocupación, era una decisión.
—Vamos. Hay que buscarlo. No podemos quedarnos de brazos cruzados.
Malvina se levantó con cuidado, acunando a Daniel con una delicadeza que nacía del miedo a que algo más se quebrara.
—Yo me quedo con el niño —dijo—. Salgan, pero con calma. No se adelanten a lo peor.
Ximena asintió. La decisión ya estaba tomada.
—Vamos, Gustavo.
Y salieron. Sin un rumbo claro. Solo con la certeza de que el amor también se demuestra saliendo a buscar.
No era una tarde lluviosa, pero la luz se retiraba como quien no quiere ver tanto dolor. David estaba en su habitación, sentado frente al piano. Sus dedos descansaban sobre las teclas sin moverse. La tapa de la guitarra, que yacía a un lado, todavía guardaba huellas de sus manos, pero no había melodía en su interior.
Mónica lo observaba desde la entrada. No quiso interrumpirlo al principio. Sabía que él necesitaba ese silencio. Pero también sabía que había algo que ya no podía callar.
Caminó hasta él con pasos suaves. Se detuvo justo detrás de su espalda y apoyó ambas manos sobre sus hombros.
—No has dicho nada desde que volvimos.
—No has hablado desde que regresamos —dijo Mónica, en voz baja.
David no respondió al instante. Bajó la cabeza, como si cargar con esa tristeza le pesara físicamente.
—¿Qué se supone que diga? ¿Que ya estoy bien porque pasaron unos días desde que estuve en su velorio y le canté una canción? ¿Que tengo que seguir porque lo "honro" con mi música? —murmuró—. Siento que fui parte de su final. Y eso no se acepta con facilidad.
Mónica rodeó el piano y se sentó frente a él. Le tomó las manos con firmeza, sin soltarlas.
—Tú no causaste su muerte, David. Le diste algo que ya no tenía: tiempo. Días que usamos para reír, para abrazarnos, para hablar de todo lo que antes no habríamos dicho. Marco vivió gracias a ti.
—Pero fue mi riñón, Mónica... —replicó él, con la voz baja—. Era mi cuerpo. Ese órgano debía salvarlo. Pero estaba enfermo. ¿Cómo vivo con eso?
—No se borra. Pero tampoco borra tu amor. Tu decisión. Tu entrega. Marco no murió por ti. Marco vivió por ti. Y luego se fue, porque ese era su tiempo. Porque Dios ya lo quería con él.
David bajó la mirada. Los ojos húmedos, la garganta cerrada.