Pasaron los meses. El duelo ya no gritaba; susurraba. Un murmullo suave que los acompañaba sin imponer presencia. Quito, con su cielo cambiante y su ritmo apaciguado, parecía haber aprendido a sostenerlos sin exigir respuestas.
El tiempo, sin alardes, limó los bordes del dolor. No buscaba borrarlo. Solo hacerlo habitable.
Cada uno, a su modo, aprendió a caminar con lo vivido, sin quedar detenido en lo que se perdió. La ciudad, con su ritmo contenido, acompañó en silencio esa lenta reconstrucción.
En el departamento de Ximena y Julio, la rutina ya no era un campo minado. El dolor, ahora, se insinuaba como una brisa ocasional en la ventana. Presente, pero no invasivo.
Ximena había retomado el control de su mundo: la pista de hielo, el restaurante Sueños Blancos. Ya no eran solo estructuras por sostener, sino prolongaciones vivas de su historia. Por las mañanas, tras dejar a Daniel con Malvina, Blanca o Berta, retomaba sus labores.
Regresaba al restaurante como si volviera a casa. Caminaba entre mesas, revisaba pedidos, hablaba con proveedores. Lo hacía con ternura firme. Pero lo más importante: volvió a dar clases en la pista.
No lo hacía pensando en Raúl. Ese capítulo había quedado atrás. Lo hacía por un pedido sereno de Alfonso: "Seguir no es traicionar el dolor. Es transformarlo". Y Ximena lo comprendió.
No era olvido lo que buscaba, sino una manera distinta de recordar. Sueños Blancos no era solo un local. Era un refugio, un lugar donde Marco había reído, Daniel había dado sus primeros pasos, y ella había conocido una forma de felicidad.
Caminaba, enseñaba, servía. Porque avanzar también es amar.
Julio había regresado a la oficina con una serenidad nueva. No llevaba el peso de antes, pero sí el compromiso de continuar lo que Marco había empezado. Revisaba archivos, retomaba contactos. A veces, esbozaba una sonrisa como si Marco le dictara algo desde un rincón invisible.
En las tardes, volvían a casa. Compartían la cena con Daniel, que comenzaba a articular palabras, a pedir canciones. A veces, en el silencio, uno mencionaba un nombre. El otro respondía con una mirada. Y bastaba.
—Estamos bien —dijo Ximena una noche.
—Sí —respondió Julio, besándole la frente—. Porque seguimos. Porque nos tenemos.
En el departamento de David y Mónica, todo parecía renovarse. El aire tenía otro espesor, la luz entraba con una suavidad distinta, y entre ambos había surgido una forma de hablarse más pausada, más cómplice. Mónica, ya en su séptimo mes de embarazo, caminaba con esa fusión de fuerza serena y delicadeza que solo se ve en las mujeres que esperan. David, a su lado, parecía redescubrir la vida en cada uno de sus movimientos.
Las semanas posteriores al entierro de Marco estuvieron marcadas por el silencio. David apenas conciliaba el sueño. Se despertaba con la imagen de su amigo adherida al pecho. Evitaba el piano, huía de la guitarra. Temía que cada nota le recordara demasiado. Que lo quebrara.
Pero un domingo cualquiera, con Mónica aún dormida y el sol entrando tímido por la ventana del estudio, se sentó frente al teclado. No tenía una melodía en mente. Solo dejó que sus dedos encontraran las teclas. Lo que emergió no fue lamento. Fue gratitud. Una melodía lenta, sin letra, pero con alma.
Desde ese día, volvió a componer. Ya no con la urgencia de antes, sino con una conciencia distinta. Un corazón que había atravesado la pérdida, pero seguía latiendo. Mónica lo escuchaba desde la habitación contigua, con lágrimas que no dolían. Lágrimas que lo abrazaban.
—¿Cómo estás? —le preguntó una tarde, recostada en el marco de la puerta.
David levantó la vista. Había luz en sus ojos. Una que no se veía desde hacía meses.
—Estoy feliz —dijo con sencillez.
Le acarició el cabello con ternura, luego bajó la mirada hacia su vientre, donde una vida se tejía en silencio.
—Este niño va a tener mucho que contar. Nació tras el dolor, sí... pero vino a traer luz. Vino a devolvernos la fe. Como un sueño blanco que se niega a morir.
—Y va a tener un padre que canta con el alma —respondió Mónica—. Y una madre que lo amará como al regalo más grande.
David la besó en la frente. Se abrazaron sin prisa. No hicieron promesas. No proyectaron más de lo necesario. Solo respiraron juntos, como si el presente bastara.
Algo nuevo crecía entre ellos. Algo más que futuro: era vida que se sabía frágil, pero cierta.
Jackie no volvió a enamorarse. Tampoco lo buscaba. Ese no era su horizonte inmediato. No después de lo vivido. Pero su mirada había cambiado. Ya no observaba el mundo desde la bruma del duelo, sino con una claridad nueva, nacida del dolor y del aprendizaje.
Volvió a sus proyectos artísticos. La creatividad, antes dormida, reaparecía poco a poco, como la luz que regresa tras una tormenta larga. Sin embargo, su entrega más firme no estaba en los pinceles ni en los bocetos, sino en la presencia constante que ofrecía a Ximena.
Desde que Marco partió, Jackie se convirtió en una presencia incondicional. No intervenía sin ser llamada, no ofrecía consejos que no se pidieran. Aparecía cuando las jornadas se hacían interminables en la pista, cuando el restaurante agotaba más de lo soportable, cuando Daniel no lograba conciliar el sueño. A veces traía sus manos; otras, su silencio. Ayudaba con cuentas, agendas, decisiones. Y su sola presencia alcanzaba.
No había normas entre ellas. Solo confianza. Una hermandad tejida con gestos.
Algunas noches, tras cerrar Sueños Blancos, compartían una copa de vino. No siempre hablaban de Marco, pero él estaba: en el eco del lugar, en las bromas de Julio, en el café de la tarde, en la risa de Daniel.
—Te vas a agotar si sigues así —decía Jackie, con una sonrisa que no necesitaba exageración.
—Y tú te vas a volver mi socia sin darte cuenta —respondía Ximena, con otra igual de suave.
Reían. No por costumbre. No para llenar huecos. Reían como quien agradece seguir viva. Juntas.