La casa de David no era grande, pero aquella tarde se sentía inmensa. La ventana abierta dejaba pasar la brisa tibia de Quito, y el murmullo lejano de la ciudad parecía, por fin, en tregua. La luz atravesaba la sala sin apuro, acariciando los rostros como si el sol también hubiese sido invitado.
La conversación fluía sin esfuerzo. Las risas eran suaves y las palabras no tenían la urgencia de llenar ningún vacío.
—Bueno —anunció David, alzando un poco la voz mientras sostenía al pequeño en brazos—, les presento oficialmente al señor... Marco Aurelio Ponce Almeida. Su Majestad, si gustan.
Las carcajadas estallaron. Ximena se cubrió la boca para no despertar al bebé; Julio soltó un leve silbido, fingiendo reverencia.
—¿Marco Aurelio? —repitió Joaquín—. ¿Piensas que gobernará Roma desde el Centro Histórico?
—Técnicamente —intervino Alejandra—, ya tiene nombre de emperador y mirada de filósofo. Solo le falta la toga.
David se inclinó con solemnidad burlona, como si presentara al niño ante una corte invisible.
—Y aun así exige tributo cada tres horas. Comida, canto, y silencio absoluto. Es un tirano con babero.
—Se parece a ti —dijo Mónica, recostada en el sofá—. Solo que este llora en do menor.
Jackie se acercó con delicadeza para mirarlo de cerca.
—Es hermoso —murmuró—. Tiene esa expresión... como si ya supiera algo que el resto aún no ha descubierto.
Julio, de pie tras ella, apoyó una mano en su hombro.
—Tiene la mirada de quien ya estuvo en una fiesta eterna y decidió descansar un rato.
Ximena sonrió, con esa paz que en ella se había vuelto habitual.
—Ojalá nunca pierda eso —dijo—. Esa calma bendita de quien no conoce aún lo que es despertarse con un mariachi en la cabeza y el celular lleno de mensajes que no recuerda haber escrito.
—Y lo vamos a criar así —agregó David—. Con música, buen humor y gente que lo quiera tanto como para no dejarlo caer ni en la peor de las fiestas. Que aprenda a reír con fuerza, y a amar sin miedo.
Un breve silencio se posó, no por nostalgia, sino por reconocimiento.
—Además —dijo Joaquín—, si hereda el oído del padre y la mente organizada de la madre... este país tiene esperanza.
—Solo no queremos que acabe escribiendo poesía política como tú —dijo David, sonriendo.
—Ni tocando boleros en bares a cambio de empanadas —replicó Joaquín.
—¡Ya basta! —intervino Alejandra entre risas—. Aún no gatea y ya lo están jubilando.
Jackie, con un vaso de té entre las manos, los contempló con ternura.
—No sé ustedes... pero verlos aquí, escucharlos... me hace pensar que, pese a todo, seguimos siendo los mismos. Con más historias, con más cicatrices, pero con la misma risa intacta.
Ximena asintió con suavidad.
—Y no solo eso. Aprendimos a querer mejor. A cuidar sin miedo.
Julio levantó su taza.
—A caminar con el tiempo, no detrás de él.
Mónica entrelazó sus dedos con los de David.
—Como si algo dentro de nosotros se hubiera reordenado. Con dolor, sí. Pero también con luz. Estamos aquí. Con vida. Con futuro.
—Y con pañales y trasnochos —añadió David—. Porque esto recién empieza.
Las risas regresaron, auténticas, libres. Risas que sólo se comparten con quienes ya han atravesado juntos la oscuridad.
Alejandra dejó su vaso sobre la mesa y miró a Joaquín. Él ya sabía.
—Bueno —dijo ella—. Ya que estamos todos, queremos contarles algo.
—¿Van a tener un hijo? —preguntó Ximena con picardía.
Alejandra y Joaquín se miraron, entre sonrojados y divertidos.
—¡No! —dijeron al unísono, entre risas.
—¿Van a abrir un bar clandestino? —añadió David, alzando una ceja con falsa alarma.
—Peor —respondió Joaquín, conteniendo la risa—. Vamos a casarnos. Ahora sí, oficialmente.
Un nuevo silencio, lleno de alegría contenida, los rodeó.
—Ya se los dijimos en Nueva York que lo veníamos pensando —añadió Alejandra—. Pero ahora ya es real. Ya tenemos fecha y todo. Será pronto.
—No será nada ostentoso —agregó Joaquín—. Solo algo íntimo. Sincero.
—Solo ustedes —concluyó Alejandra—. Los que realmente cuentan.
Jackie colocó una mano en el pecho.
—No me hagan llorar justo ahora...
—Tienes permiso para hacerlo mañana —bromeó Julio.
Ximena los miró, con ternura.
—Será hermoso. Así, sin adornos. Como ustedes.
—¿Ya tienen sitio? —preguntó David—. Si necesitan música, cobro barato.
—Solo si no cantas baladas en inglés—dijo Joaquín.
—Hecho. Pero cobro en postres.
Mónica acarició la cabeza del bebé.
—Lo esencial ya lo tienen: verdad.
—Sí —dijo Alejandra, mirando a Joaquín—. No es un cuento de hadas. Es real. Y eso es mejor.
David los observaba, sonriente. Luego alzó la voz:
—¿Y si hacemos algo más?
Todos lo miraron.
—¿Algo como qué? —preguntó Julio.
—Una noche. Solo nosotros. En el restaurante Sueños Blancos. Para celebrar que aún sabemos reír juntos.
—¿Y qué haríamos? —preguntó Jackie, con una ceja levantada.
—Lo de siempre —respondió él—. Comer demasiado, reír hasta doler la panza, recordar anécdotas con versiones distintas, y hacer promesas que no sabremos cumplir. Pero juntos.
Ximena soltó una risa suave.
—Me gusta. Como firmar un contrato sin papeles: que seguimos siendo los de siempre, con algo más de arrugas y menos tolerancia al azúcar.
—¿Se puede ir elegante, pero con zapatos cómodos? —bromeó Alejandra.
—Con lo que quieran —dijo Joaquín—. Mientras vayan con ganas de brindar, de reírse fuerte y de vivir como si esa noche no tuviera reloj.
Mónica, meciendo al niño, asintió con una sonrisa.
—Será como volver a brindar por lo vivido y por lo que viene. Porque si algo sabemos hacer juntos, es celebrar la vida sin explicaciones.
Julio alzó su taza vacía.
—Entonces, queda dicho. Una noche en Sueños Blancos. Para seguir riéndonos de todo. Y para seguir eligiéndonos.