Estaba nerviosa como nunca antes lo estuvo.
Tanto así que su estómago bailaba en dolorosos vaivenes y su garganta raspaba con fuerza hasta hacerle doler. Todo le dolía, le ardía. Su cuerpo era como un pedazo de tela inservible e inmovible, flácido y torpe, que caminaba descalzo hacia el abismo de la muerte.
Pero ya era tarde. Porque a un paso de su propia destrucción, sentía que nada dentro suyo parecía ser útil para nadie.
Odiaba, le dolía en desmesura incomprensible cada día de su vida. Le ardía el solo oír a los demás decirle lo inútil y estúpida que era su existencia.
Era más que detestable tener que soportar día a día las quejas y lamentos que su simple presencia ocasionaba en cualquier lugar. Le dolía tanto que su pecho incluso retumbaba de manera interminable desde que sus párpados se entreabrían cada mañana.
Nadie la comprendía.
Se esmeraba tanto en fingir una sonrisa que nadie podía imaginar lo vacía que estaba por dentro. Y reía tanto que era imposible pensar que lloraba depresión y penuria infinita.
Ella era como un jarrón roto cuyos pedazos no podían juntarse jamás.
Y lo hizo.
Acortó la distancia que la separaba de su dolor y su eterna felicidad con una sonrisa débil en el rostro cuando sus pies descalzos le permitieron volar.
Esa era su única escapatoria.
Porque si hacer lo único que amaba en ese mundo frío y gris era su salvación, se había prometido a sí misma que lo haría.
Bailaría hasta la muerte solo para no destruir su última calada de esperanza.
TRomaldo