El Expreso de un alma en pena
Fernando Babilonia abrió los ojos de golpe.
Tardó entonces largos segundos en comprender lo que sucedía a su alrededor, intentando adoptar su fría mirada sobre las blancas motas grisaceas que cubrían sus párpados por el reciente sueño. Y así se sentía. El cuerpo pesado y los ojos, carentes de vida, observaban con fija torpeza las mayólicas cremas y cristalinas que rodeaban la estrecha habitación.
Uno, dos y después de tres minutos soltó un desgarrador alarido que pudo, si fuese posible, oirse en todo el establecimiento. Estaba furioso, impotente, al descubrir, por segunda vez, que aún se encontraba en el hospital.
Tardó los largos y cadenciosos cinco minutos necesarios en poder controlar su cuerpo nuevamente, y otros diez en levantarse de la camilla que lo mantuvo atrapado otra vez.
No sentía absolutamente nada más que el vacío cubriéndole la manta negra de su pecho, ese recóndito e inaccesible lugar que debía albergar su corazón, aquel órgano capaz de mantenerte en vida pero que ahora parecía un sueño lejano.
No se dejó amedrentar cuando salio de la supuesta fría y lúgubre habitación que parecía estar burlándose de él una vez más.
Entonces llegó el momento, su última oportunidad de escapar de aquella isla de muertos y almas en pena que lo atormentada hasta no poder más. No lo dejaban en paz jamás. Y así, con la mano sobre la perilla y el miedo de volver a errar, contó hasta tres antes de abrir la puerta.
Y salió.
Nuevamente se encontró en un largo e interminable pasillo blanduzco, con puertas grises, cremas y negras de par en par. No sólo eso. Sintió de pronto miles de miradas, algunas burlonas, otras agobiados y desesperadas sobre él. Estaban hombres y mujeres sentados en las mugrosas sillas de espera, aguardando a que los llamasen para conducirse al infierno, al único lugar donde podían ir. Sus rostros demacrados, algunos incinerados y arañados hicieron que una corriente helada a miedo lo recorriera de pies a cabeza.
Caminó de prisa pero en silencio mientras su mano presionaba con fuerza desmesurada la metálica llave azul que se escondía entre sus dedos.
Era la última, su última oportunidad de hayar la puerta indicada para ir al paraíso de los muertos, el único lugar en el que su alma podría descansar en paz para siempre. De lo contrario, contra su voluntad, debía penar por el resto de la existencia humana y deseando que el demonio que resguardaba las puertas del infierno no dijera su nombre jamás.
Debía salvarse. Por su bien tenía que encontrar, entre miles, su puerta al paraíso. Eso hizo. Con la ingenua esperanza que minutos después estaría bajo la calurosa ráfaga que el Cielo le brindaría y no sentado como los muertos que lo observaban caminar aterrado en el pasillo.
Miró las puertas a su alrededor y pensó que el camino a la felicidad eterna debía ser una blanca y pura, no negra.
Qué equivocado estaba.
Se obligó a no mirar los rostros demacrados de los fantasmas para no errar, aquellos que ya no tenían ninguna oportunidad. Aunque estaban quietos, su aterradora imagen era suficiente para sacarlo a lugar. Algunos incluso tenían cuchillos clavados en algún lugar de sus inexistentes cuerpos. Iban desde ancianos pacíficos, las miradas perdidas, hasta jóvenes con sonrisas maquiavélicas que hacía su pecho estrujarse del miedo.
Fernando no pertenecía allí. Aunque no recordará su vida pasada, estaba convencido de haber sido una persona suficientemente buena como para merecer la entrada al Cielo.
O quizá no
Se le agotaba el tiempo, apenas minutos a acabar cuando un par de puertas resguardadas por un par de ángeles llamaron su atención.
Uno era brillante, alto y enorme con las alas plegadas, y tan luminoso que era imposible ver si rostro. Y el otro oscuro como la noche, de brazos cruzados, mantenía una postura imponente que lo hizo retroceder.
-Verás el camino cuando el bien sea tu único fin -dijo el más hermoso de ambos, aquel que iluminaba la sala con su esplendor-. Elige bien y verás la luz del Señor.
Con el ceño fruncido, aunque confundido por sus palabras, no le cupo duda que una de aquellas contrarias puertas era la suya. Con aquel pensamiento en mente, alargó la mano hacia el ángel puro y brillante, tan esperanzado y emocionado en que pronto vería el Cielo que no recayó en mayores detalles.
Introdujo la llave e ingresó a la habitación, apenas dentro cuando la puerta se cerró para no abrirse nunca jamás para él.
Fernando Babilonia abrió los ojos de golpe.
Tardó entonces largos segundos en comprender lo que sucedía a su alrededor, intentando adoptar su fría mirada sobre las blancas motas grisaceas que cubrían sus párpados por el reciente sueño. Y así se sentía. El cuerpo pesado y los ojos, carentes de vida, observaban con fija torpeza las mayólicas cremas y cristalinas que rodeaban la estrecha habitación.
Uno, dos y después de tres minutos soltó un desgarrador alarido que pudo, si fuese posible, oirse en todo el establecimiento. Estaba furioso, impotente, al descubrir, una vez más, que aún se encontraba en el hospital.
Ya no tenía otra oportunidad.