El amanecer no traía alivio. La luz del sol, débil y tamizada por nubes perpetuas, apenas rozaba las paredes de la casa, como si temiera entrar. Idalia, con los ojos enrojecidos por noches sin dormir, recorría los pasillos en busca de un rincón que no oliera a tumba. Pero la casa se resistía a ser domesticada. Las tablas del suelo gemían bajo sus pasos, y en cada grieta parecía latir un eco del Panteón de Belén. Fue entonces cuando lo encontró: un espejo cubierto con una sábana polvorienta en una habitación que juraría no haber visto antes. La tela, áspera y fría, se deslizó al suelo cuando la tocó, revelando un cristal empañado que no reflejaba su rostro, sino una figura borrosa, encorvada, con un sombrero de ala ancha que goteaba agua.
Era Don Julián, el Cochero Sin Rostro, otra de las almas errantes del panteón. Las leyendas lo describían como un hombre condenado a vagar tras un accidente en las calles de Guadalajara, cuando su carruaje volcó en una tormenta, aplastándolo bajo las ruedas. Su rostro, dicen, fue arrancado por la furia del agua y el lodo, pero sus manos seguían aferradas a las riendas, guiando un carruaje invisible que aparecía en noches de lluvia. Idalia retrocedió, su aliento atrapado en la garganta, mientras el espejo vibraba con el eco de cascos golpeando adoquines. “No mires atrás”, susurró una voz que no era voz, sino un roce húmedo en su mente. El espejo se agrietó, y la figura de Don Julián desapareció, dejando tras de sí un charco de agua turbia que se filtró entre las tablas.
La presencia de Don Julián desató algo en la casa. Las reglas de los muertos se endurecieron. Las puertas ya no se abrían con facilidad; algunas, al girar la manija, dejaban escapar un gemido que recordaba a los lamentos de los entierros. La Monja Sin Cabeza, antes silenciosa, comenzó a dejar huellas de cera derretida en los umbrales, como si marcara territorio. Nachito, el niño asustado, dejó de esconderse bajo las escaleras y ahora corría por los pasillos, su risa infantil mezclándose con un sollozo que helaba la sangre. Incluso el Árbol Vampiro parecía más vivo, sus ramas secas arañando las ventanas en la noche, como si intentara entrar. Idalia sintió que la casa ya no solo la vigilaba: la estudiaba, probando su resistencia.
Una tarde, Ana, la vecina, llegó con un nuevo relato. Habló de Don Julián, susurrando que su carruaje no solo recorría las calles, sino que buscaba pasajeros para llevarlos al panteón, donde nunca regresarían. “Si escuchas cascos en la noche, no abras la puerta, Idalia. No es Nachito quien llora”. Ana dejó un frasco de agua bendita y se marchó, cruzándose de hombros como si temiera que la casa la recordara. Idalia guardó el frasco, pero sabía que el agua no detendría a los muertos. Esa noche, bajo una lluvia que golpeaba el tejado como dedos impacientes, los cascos resonaron en la calle. El llanto de Nachito se alzó, más fuerte, más desesperado, y la puerta principal tembló en sus goznes. Idalia, con el corazón en la garganta, apretó el frasco contra su pecho, pero la voz de Don Rafael la detuvo desde las sombras: “No es el niño. Es él. El cochero no pide permiso”.
La casa crujió, como si asintiera. Idalia entendió entonces que no podía huir. La casa no la dejaría marchar, no porque la odiara, sino porque la necesitaba. Ella era el puente, la viva que mantenía a los muertos atados a sus historias, a sus promesas rotas, a sus tumbas. Pero también era su carcelera, y ellos lo sabían. Mientras la lluvia cesaba y los cascos se desvanecían en la distancia, Idalia sintió el peso de una nueva regla: nunca mirar a los ojos de Don Julián, porque en su rostro ausente se escondía el camino al panteón, un camino del que no había retorno.