Susurros en la Oscuridad

Capítulo 3: La llamada del árbol

La casa y el Panteón de Belén estaban entrelazados, como raíces de un mismo mal. Los espejos mostraban visiones: la Monja Sin Cabeza rezando en una capilla en llamas, los amantes de las Arquerías separados por una multitud furiosa, el Árbol Vampiro bebiendo sangre de una tumba abierta. Cada imagen era un cuchillo en la mente de Idalia, que comenzó a verlas incluso en los cristales rotos y las charcas de lluvia. Nachito dejó de esconderse; ahora se sentaba en las escaleras, susurrando sobre "el que crece", sus pequeños dedos aferrando una vela apagada que nunca encendía. Elena confesó, con el rostro más pálido que la muerte: "Esta casa no es solo un puente. Es una raíz. Y el Árbol Vampiro quiere alimentarse". Su voz tembló al mencionar el roble del patio, cuya sombra parecía alargarse cada noche, cubriendo las ventanas con un velo de oscuridad.

Idalia encontró un diario en el desván, encuadernado en cuero y sellado con cera negra, escrito por su abuela. Hablaba de un pacto forjado cuando el Panteón de Belén era joven: la casa permitía que los espíritus del cementerio coexistieran con los vivos, pero el Árbol Vampiro, una entidad nacida de sangre y traición, exigía un tributo. Cada siglo, despertaba, hambriento de almas para extender sus raíces, que ya se enroscaban bajo la Colonia El Retiro. El sello, trazado con sangre de los fundadores del panteón, se rompía. El diario advertía: "El Árbol no distingue entre vivos y muertos. Solo quiere crecer". Idalia sintió un escalofrío al leer su nombre en la última página, escrito con una tinta que aún parecía fresca.

Mientras las visiones se intensificaban, Idalia notó que los relojes de la casa se detenían a medianoche, como si el tiempo mismo temiera avanzar. Una noche, al abrir una ventana, un viento helado trajo susurros desde el panteón, nombres de desconocidos que resonaban en su pecho como recuerdos ajenos. En el patio, el roble parecía más vivo, sus ramas crujiendo como si intentaran hablar. Ana, con las manos temblorosas, le mostró un rosario que había encontrado bajo las raíces expuestas del árbol, cubierto de tierra húmeda y algo que parecía sangre seca. "Esto no es solo un árbol", murmuró Ana, sus ojos buscando los de Idalia. "Es un altar".

Reunió a todos en la sala principal, donde las sombras se retorcían como enredaderas. Mateo, pálido, aferraba una cruz, sus labios moviéndose en una oración silenciosa. Ana encendía velas que el viento apagaba, sus ojos fijos en la puerta, como si esperara que la Monja Sin Cabeza entrara. Don Ignacio trazó un círculo de sal, sus historias de tesoros silenciadas por el miedo. Don Rafael grabó símbolos en el suelo con su sable espectral, cada corte acompañado por un eco de su última pelea. Elena y la Monja Sin Cabeza cantaron un lamento que hizo crujir las paredes, sus voces mezclándose con el tañido lejano del panteón. Nachito, temblando, sostuvo una linterna que no alumbraba, sus ojos fijos en el roble del patio.

El aire se volvió espeso, impregnado de un hedor a podredumbre y metal. Idalia sintió el suelo vibrar bajo sus pies, como si algo vivo se moviera en las entrañas de la tierra. Las paredes de la casa gimieron, y un crujido resonó desde el desván, donde el diario descansaba sobre una mesa cubierta de polvo. Al subir a buscarlo, Idalia encontró las páginas abiertas en una nueva entrada que no había visto antes. Las palabras, escritas en la misma tinta roja, decían: "El Árbol sabe tu nombre. No puedes huir, pero puedes elegir: alimentarlo o enfrentarlo". Al lado, un dibujo tosco mostraba el roble con rostros humanos atrapados en su corteza, sus bocas abiertas en gritos silenciosos.

Bajó con el diario, su corazón latiendo con una furia que apenas contenía. En la sala, el círculo de sal estaba roto, y Don Ignacio yacía en el suelo, con los ojos vidriosos, murmurando sobre un tesoro que nunca encontró. El olor a tierra y sangre del panteón llenó la casa, y el suelo vibró con más fuerza, como si las raíces del Árbol Vampiro empujaran hacia la superficie. Una sombra emergió, no un espectro, sino una maraña de raíces con ojos de fuego. "Aliméntame", rugió, su voz desgarrando el alma de Idalia. Ella, con lágrimas heladas, negó, aferrando el diario como un escudo. Las raíces aullaron, y la casa.




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