La casa se aquietó, pero la Colonia El Retiro y el Panteón de Belén seguían vigilantes. Los muertos del panteón se volvieron más nítidos: Elena y Rafael se tomaban de las manos en los arcos, sus figuras casi sólidas bajo la luz de la luna; Nachito jugaba con una luz que no se apagaba, su risa mezclándose con el viento; la Monja rezaba en silencio, su hábito ya no roto, como si la casa la estuviera sanando; Don Ignacio contaba sus tesoros, pero ahora miraba a Idalia con respeto. Los vivos, más frágiles, no podían irse. Idalia decidió quedarse, no por amor, sino por un deber que le pesaba como una lápida. Mateo la miraba con anhelo, y aunque Elena advertía sobre los lazos entre mundos, no intervenía, sus propios dedos entrelazados con los de Rafael. Nachito cantaba, pero sus canciones eran lamentos que hablaban de tumbas cerradas. Don Ignacio, por primera vez, habló con calma: "La casa y el panteón te eligieron. El Árbol aún duerme, pero no olvida". Su sable brilló, y por un instante, Idalia vio un cofre enterrado bajo el roble, lleno no de oro, sino de huesos.
La Casa del Panteón no era un hogar, era un mausoleo. Vivos y muertos coexistían en una tregua frágil, sostenida por el miedo a las raíces que yacían bajo el cementerio. Idalia, caminando por los pasillos al amanecer, sintió los ojos del Panteón de Belén, eternos, insaciables, esperando. Cada paso resonaba en las calles adoquinadas, y el tañido de la campana del panteón le recordaba que la casa no la dejaría ir. En el patio, el roble seco crujió, y una gota de savia negra cayó al suelo, como una lágrima del Árbol Vampiro, prometiendo despertar de nuevo.
Al anochecer, Idalia se detuvo frente a un espejo antiguo en el corredor principal. Su reflejo titilaba, como si el cristal guardara ecos de quienes alguna vez se miraron en él. Por un instante, vio a Nachito detrás de ella, su rostro pálido y sus ojos hundidos, sosteniendo la luz que nunca se apagaba. "No mires mucho", susurró el niño, su voz un eco que vibraba en las paredes. "El espejo recuerda demasiado". Idalia apartó la mirada, pero el frío de su presencia permaneció, como si Nachito hubiera dejado un fragmento de sí mismo en el aire. Decidió bajar al sótano, un lugar que evitaba, pero que esa noche parecía llamarla con un murmullo grave, como el latido de la tierra misma.
El sótano era un laberinto de sombras, con paredes cubiertas de musgo y un olor a humedad y olvido. En el centro, una losa de piedra grabada con símbolos que Idalia no reconoció, pero que le erizaron la piel. Al tocarla, sintió un pulso, débil pero constante, como si algo bajo la losa respirara. Don Ignacio apareció entonces, su figura más sólida que nunca, el sable envainado a su lado. "No es un cofre lo que buscas", dijo, su voz cargada de advertencia. "Es un pacto. El Árbol Vampiro no solo guarda huesos, guarda promesas. Y tú, Idalia, eres la última en cargarlas". Antes de que pudiera responder, la losa tembló, y un eco de risas infantiles, como las de Nachito, llenó el sótano. Idalia retrocedió, su corazón acelerado, mientras las sombras parecían alargarse, formando figuras que no alcanzaba a distinguir.
De vuelta en el patio, bajo la luz plateada de la luna, Mateo la esperaba. Sus ojos, antes llenos de anhelo, ahora mostraban miedo. "No bajes más, Idalia", dijo, su voz quebrada. "La casa no te quiere viva, pero tampoco muerta. Quiere que seas como ellos". Señaló hacia los arcos, donde Elena y Rafael, inmóviles, parecían esculpidos en la noche. Idalia quiso responder, pero el crujido del roble la interrumpió. Otra gota de savia negra cayó, y con ella, un susurro que no era viento ni voz, sino algo más antiguo, algo que hablaba en raíces y sangre. El Árbol Vampiro no dormía del todo, y su hambre crecía con cada noche que Idalia permanecía en la casa.