La casa de la calle Mezquitán no volvió a ser habitada. Las puertas, ahora selladas por el tiempo y la hiedra, no impiden que las sombras se deslicen al anochecer, cuando las campanas del Panteón de Belén guardan silencio. Los vecinos de la Colonia El Retiro evitan su fachada, susurrando que las ventanas empañadas aún reflejan rostros que no deberían estar allí: una monja sin cabeza, un niño que huye de la oscuridad, un cochero cuyo carruaje nunca llega. Idalia desapareció una noche sin luna, cuando la lluvia golpeaba los tejados y el Árbol Vampiro cantaba con una voz que no era viento. Algunos dicen que cruzó el umbral del panteón, llevada por Don Julián, cuyos cascos resonaron hasta el alba. Otros creen que la casa la reclamó, tejiendo su alma en los muros, como había hecho con los muertos antes que ella.
Ana, la vecina, dejó de visitar, pero nunca olvidó el frasco de agua bendita que Idalia nunca usó, ni el eco del llanto de Nachito que aún la despierta en sueños. Mateo, el cartero, jura que las cartas siguen llegando, sin remitente, apilándose en el umbral donde nadie las reclama. La casa no descansa. Sus pasillos, que se alargan en la memoria de quienes la conocieron, guardan las historias del panteón: promesas rotas de amantes, rezos inacabados, tesoros que nunca se hallarán. Y en el patio trasero, el roble seco sigue sangrando savia negra, sus raíces apretando los cimientos, como si la tierra misma temiera soltarla.
No hay fin para los muertos del Panteón de Belén, ni para la casa que los contiene. En las noches sin luna, cuando el silencio es más pesado que la tierra, un crujido rompe la quietud. Es la casa, respirando. Es Idalia, o lo que queda de ella, susurrando una advertencia que nadie escucha: “No abras la puerta. El panteón siempre reclama lo que toca.”