Morelia, 14 de octubre de 1993.
Ser un héroe era una pesadilla. Samuel levantó el brazo para secar el sudor de su frente, evitando así que los cabellos negros de su flequillo entorpeciesen su visión. Frente a él, Pablo equilibraba la navaja entre sus dedos huesudos y ennegrecidos. ¿Cómo es que llegó a aquella situación?
-Podemos llegar a un acuerdo -dijo sin apartar la vista del arma.
-Tarde, chamaco. Deja la bolsa ahí.
-No es mía, ya lo sabes.
-Escucha, escuincle malparido, vas a dejar ahí la bolsa y vas a desaparecer.
Eran cientos las razones por la que aquello no podría ser, mas Samuel dejó la bolsa raída en el suelo, a sus pies, y levantó las manos en actitud sumisa. Junto a ellos, la figura de Pedro yacía sobre el cemento húmedo de la carretera.
-Déjame llevarlo, Pablo. Necesita que lo vea un doctor.
-Ese vato está muerto, como lo vas a estar tú si no desapareces, Samuel.
Tenía que haber escuchado a Jaime. Él le aviso:
-No te metas donde no te llaman, mi ‘Jo.
Solo que no escuchó. Nunca escuchaba cuando se trataba de consejos. Y así le iba.
-Escúchame, vete con los tuyos y deja los asuntos de otros en paz. -La voz de Pablo le devolvió de golpe a la realidad.
Debió quedarse allí donde pertenecía. A las calles apestadas de gente donde meter la mano en bolsillos ajenos nunca traía consecuencias.
-¿Qué dirá Jaime si él desaparece? Es uno de los rápidos.
-Ese no es mi problema. ¿Qué vas a hacer entonces, escuincle?
-No puedo dejarlo, Jaime me despellejará.
La navaja resplandeció cuando la luz de la luna roja de octubre brilló sobre ella. Pabló se acercó hasta que la hoja quedó contra la mejilla de Samuel.
-¿Y qué crees que te pasará si no?
Jaime le putearia por perder a Pedro. Por no hablar del contenido de aquella bolsa. Eran pocas las opciones que tenía, no obstante.
-Está bien -dijo finalmente. A lo lejos vio cómo más se acercaban. No sabía quiénes eran, pero suponía que aquello no eran buenas noticias para él. No podía cargar con Pedro, pensó, pero al menos se llevaría la bolsa.
Sus manos siempre fueron rápidas; quizás no tanto como las de otros, pero sí lo suficiente como para agarrar el arma de Pablo, quien parecía estar hasta arriba de heroína aquella noche.
-¡Hijo de la chingada m...!
Samuel agarró la bolsa del suelo y corrió. Corrió tanto como sus piernas cortas y adoloridas le permitieron, corrió hasta que el aire salió de sus pulmones en agudas respiraciones. Corrió y corrió hasta que dejó de escuchar los gritos de Pablo. Se ocultó entre las aguas negras del río, allí donde sabía, nadie buscaría. Y mientras rezaba a la virgen en busca de ayuda, solo pretendió no saber.
¿Quién dijo que debía ser un héroe?