Texas, 3 de abril de 2016.
El avión aterrizó a eso de las once de la mañana. Abajo les esperaban un coche negro de alquiler y un chofer uniformado de edad indeterminada.
-¿Crees que llegaremos antes del almuerzo?
Isabella se retiró las gafas de sol para mirar a su sobrino con ojo crítico. Johnny, con apenas 18 años recién cumplidos, rebosaba energía.
-Eso espero. No he probado bocado desde esta mañana.
El vuelo desde Nueva York a Austin, Texas, duraba poco más de tres horas y media, pero Isabella pocas veces podía mantener el alimento dentro de aquellos malditos aparatos voladores.
-Pensé que vendrían a por nosotros -se quejó Johnny.
-Nos han mandado un coche. Supongo que debemos dar las gracias por ello.
El chico meneó la cabeza, y aquellos cabellos negros ingobernables terminaron cubriendo parte de su rostro.
-Venga, contra antes nos metamos en el coche, antes llegaremos.
Isabella Douglas, Issy para los amigos, ni siquiera era capaz ya de recordar que sentía uno con 18 años. Expectación, nervios y aquellas ganas inmensas de hacer más y más cosas, suponía. O eso decía Johnny. Lo siguió hasta el interior del vehículo, que afortunadamente tenía agua fresca esperando por ellos. Vio a su sobrino revisar aquellos compartimentos en busca de comida.
-Ni siquiera una chocolatina, menudos ávaros -murmuró el adolescente.
Bueno, al menos tenía un buen vocabulario, pensó ella. El conductor tampoco les había dicho gran cosa. Ni siquiera cuando Issy le había preguntado por el tiempo que tardarían en llegar a Little Italy, el pequeño pueblo perdido de la mano de Dios al que se dirigían. Según Google Maps, quedaban al menos otro par de horas.
-Deberíamos habernos quedado unos días en Austin. Quería conocer la universidad.
-Ya la verás en unos meses, Johnny.
-¡Pero vamos a pasar meses encerrados en ese pueblo! ¿Qué haremos tanto tiempo allí? Apuesto a que no tienen ni cine.
-Tienes tu laptop con Netflix.
Él suspiró, como si no tener cine fuese el mayor mal conocido por el hombre en los últimos 100 años.
-Eres una aburrida, Isabella.
-Y tú un mocoso malcriado, Jonathan.
Pero a él no le importaba que le llamasen por su nombre. Issy odiaba el suyo. Isabella parecía más propio de una vieja dama de alta alcurnia que de ella. No que no fuese de alta alcurnia, como le gustaba repetir a su madre, pero a los 33 años una no quería ni oír hablar de la vejez. Su madre, no obstante, tenía a bien recordárselo semanalmente bajo la aburrida y eterna solicitud de un nieto.
-No sé de quién será la culpa de que esté malcriado -dijo entonces Johnny mientras abría una botella de agua, el sarcasmo tiñendo cada una de sus palabras.
Pero ella no contestó, enfrascada en la lectura del último correo recibido aquella mañana.
-Me temo que vamos a tener toda la semana libre -dijo entonces a su sobrino-. No van a recibirme hasta el lunes que viene.
-No sé de qué te sorprendes. No vas a tenerlo fácil.
-Bueno, ellos tampoco.
Él sonrió, e Isabella sintió la tentación de acariciarle el cabello, como cuando era pequeño. Johnny tenía razón: no lo iba a tener nada fácil en aquel pueblo empecinado en cerrarse a los cambios. ¿Cómo demonios iba a convencerlos ella de la conveniencia de abrir un enorme campo recreativo en medio de sus extensos y verdes campos?
-Deberías haberte traído a Greg. Él hubiese podido convencer a ese grupo de matronas.
-Esa boca.
-No he dicho nada malo.
Ella enarcó una de sus cejas y él rio. Quizás tenía razón, porque si algo le sobraba a su primo Gregory, padre adoptivo de Johnny, era encanto. Era una lástima que fuese gay. Y casado.
-Lo dejaremos en la reserva. Por si acaso.
Johnny asintió, y entonces su atención volvió a su teléfono. Issy se entretuvo mirando el paisaje, más verde de lo que uno pensaría encontrar en Texas.
-No viajas lo suficiente, Isabella -le había dicho una vez su hermano.
Y él había tenido razón, porque su vida siempre giró en torno a su familia. Primero fue una madre enferma de celos por una herencia familiar que no caería sobre sus hijos. Después un padre empecinado en conseguir aquello que no estaba en sus manos. Había sido un desastre de proporciones épicas, uno que terminó con su hermano gemelo atado a una silla de ruedas y con el nombre de su progenitor grabado en piedra mortuoria. Isabella había llorado entonces, por aquello que perdió y por aquello que se quedó junto a ella, una suerte de cascarón vacío que antaño no solo había andado, sino también sonreído. Alex, aquel idiota con el que compartía su reflejo, se curó, o al menos sus piernas lo hicieron, porque su sonrisa nunca fue la misma.
Ella cargaba con el peso de su apellido, porque los Douglas eran, y siempre serían, un linaje a tener en cuenta allí de dónde venía. Su nombre había abierto puertas con la misma facilidad que corazones. Todos ellos más interesados en sus relaciones familiares que en su persona. Isabella trabajó entonces como modelo, buscando demostrarse a sí misma que era más que su tarjeta de presentación. Las revistas habían hablado sobre su físico, sobre sus cabellos rubios y sobre sus ojos oscuros. Hablaron de ella y de Alex, aquel gemelo descarriado que ocupaba sus días en fiestas y amoríos. Y todo volvía a lo mismo, a los Douglas.