Suya

Los juegos de la vida

La primera llamada que recibió, fue desagradable. Vino de parte de uno de aquellos abogados con voz rasposa y lenguaje técnico. Ella no entendió gran cosa, y para cuando él colgó, Isabella solo había ganado un nuevo dolor de cabeza.  Le siguió un email lleno de instrucciones sobre cómo actuar en caso de complicarse las negociaciones. A la luz de la pantalla de su ordenador, las letras parecían torcerse y mezclarse unas con otras, quizás siguiendo algún extraño patrón que se escapaba a su razonamiento.  Nadie creía en ella, pensó. No lo hizo su madre cuando la aconsejó no ir sola a Little Italy. Tampoco lo hicieron la mayoría de los accionistas, más interesados en obtener resultados rápidos que en entablar un dialogo pacífico con aquellos con los que trabajarían.

A veces uno no podía sino sentirse realmente solo nadando contra corriente. Nadando dentro de un río que parecía empecinado en conducirte en dirección contraria. Isabella solo sonrió a su madre, segura de que la mujer la amaba, pero no la comprendía. Los accionistas eran más complicados, porque ellos tenían el poder de entorpecer todo lo que ella hiciese por la empresa. Ellos dictaminaban y juzgaban desde sus sillas de cuero, viéndolo todo y sintiéndose dueños del destino de aquellos que tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino. Isabella tuvo que lidiar con todos ellos, misóginos pendencieros que solo vieron en ella una modelo de ropa de baño. Hubo quien se atrevió incluso a recordárselo, como si el lugar de ella estuviese lejos de los negocios, quizás allí donde su físico tanto aprecio había ganado.

Pero aquella empresa era suya. Al menos en parte, y todos ellos tuvieron que callar cuando ella se quedó. Porque Isabella, mal que le pesase a la mayoría, había estudiado para ello. Era una de aquellas cosas que aún agradecía a su progenitor. Y si el resto solo era capaz de ver su físico, pues allá ellos. Ella era mucho más que eso, y lo demostraría de la mejor forma posible: iba a conseguir aquel maldito negocio así le llevase meses de complacer egos estúpidos.

Por eso no se rindió el miércoles, cuando al visitar el edificio de la alcaldía, nadie pareció dispuesto a recibirla.

-La señora Ashton no se encuentra, lo siento -le dijo la secretaria que resguardaba el despacho de la alcaldesa.

Isabella no escuchó reclamos cuando se sentó a esperar. Ya vendría, supuso. Pero no lo hizo, y a medida que las horas pasaban y el tiempo se reflejaba en los rasgos cansados de los trabajadores, ella fue dándose cuenta de que esperar sería inútil. Finalmente se levantó, colocándose la chaqueta lisa, y se acercó hasta el escritorio de la secretaria.

-No va a volver, ¿verdad?

-No creo, señorita Douglas.

Estupendo. ¿Dónde demonios estaba aquella persona que debía dirigir un pueblo? Los trabajadores no tenían la culpa de nada, no obstante, por lo que se tragó su frustración y salió del edificio cerca de las tres de la tarde. Aún no había almorzado y terminó por detenerse en uno de los restaurantes de comida rápida para comprar un sándwich.

Tampoco se rindió el jueves, cuando se presentó de nuevo frente a la puerta del despacho de Abigail Ashton y le informaron que hoy tampoco estaría.

-¿Y dónde está, sino?

-No sabría decirle. Tenía asuntos pendientes fuera del ayuntamiento.

Ella solo asintió con la cabeza, esta vez sin detenerse en las sillas para esperar. Salió del edificio enfadada, con el maletín lleno de documentos debajo del brazo y su falda de ejecutiva torcida hacia un lado.

-Esto es maravilloso -masculló mientras intentaba arreglar sus prendas.

Sabía que debía hacer algo más, ya que el día siguiente era viernes y mucho se temía que nadie trabajase. Decidió entonces que si Abigail no iba a su despacho, entonces Isabella llevaría el trabajo hasta su casa. No fue complicado llegar de nuevo a la fachada de aquella mansión, y menos complicado fue llamar a la puerta de forma contundente. La recibió la misma empleada, que la miró con ojo crítico antes de enarcar ambas cejas. Como si su sola presencia allí fuese alguna clase de afrenta.

-¿Puedo ayudarla?

-Necesito ver a la señora Ashton.

-No está.

-Por supuesto -exclamó ella-. ¿Sabe a qué hora regresará?

-No he sido informada al respecto.

-¿Y podría darme su número de teléfono para intentar contactarla?

-No me está permitido hacer tal cosa, pero puede mandarle un correo a su cuenta oficial.

-¿Cree, acaso, que no lo he hecho ya?

-No creo absolutamente nada, señorita Douglas. Y ahora, si me disculpa, debo volver a mis labores.

-Por supuesto.

Y si hubo una tonelada de sarcasmo destilando de aquella frase, nadie podría culparla. Finalmente se rindió a lo inevitable. La estaban evitando.

Lo segundo que comprendió aquella misma tarde, era que Marc Craig parecía estar en todas partes. Cuando Isabella visitó la biblioteca para preguntar por unos libros, se enteró que el mentado hijo pródigo del pueblo había hecho un pedido enorme, pero que todavía no había llegado.

-No sabemos cuándo llegará, pero si me deja su contacto, se lo informaré en cuando tengamos noticias. Por si acaso.




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