Ciudad de México. 3 de mayo de 1996.
Tenía doce años cuando ellos vinieron. Con sus ropas elegantes y sus cabellos rubios. Samuel había visto muchos como ellos, con sus pendientes de oro y sus sonrisas blancas. Le tomaron de las manos como si estas no estuviesen sucias, cómo si sus uñas no se encontrasen rotas y mordidas . Era un mal hábito, le decían siempre, pero era uno contra el que ni podía ni quería luchar.
La señora Asunción le obligó a vestirse con sus mejores ropas, con aquellos vaqueros que no tenían agujeros y una camiseta que debió pertenecer a alguien mucho más ancho que él. Ellos llegaron con su olor a perfume y sus miradas firmes, con sus manos limpias y sus bolsos de marca. Ella, Cara, se presentó, se sentó junto a él mientras le miraba sonriente. Él, el que debía ser su marido, se mantuvo de pie, también a su lado.
-Queremos que venga con nosotros ya. Debemos volver en dos semanas y los papeles parecen estar retrasándolo todo infinitamente -decía el señor Craig, con un acento muy marcado.
Samuel muy pronto aprendió que a gente como aquella no se le muestra debilidad. Que ellos miraban al mundo con otros ojos, juzgando y hablando de lo que no sabían. Ellos le miraban con amabilidad, no obstante, y eso era incómodo.
-No pueden llevarse al niño hasta que todo esté legalizado -decía la gobernanta del orfanato. Ella, con su cabello oscuro y sus ojos malvados, siempre veía cómo sacar provecho de todo.
Y ellos debieron comprender perfectamente lo que la mujer quería, porque un sobre con dinero fue extendido sobre la mesa de madera oscura y vieja.
-¿Cuánto tiempo? -dijo la señora Craig.
-Una semana. Todo estará listo en una semana.
Y así fue. Samuel nunca había salido de México. Samuel, en realidad, nunca había salido de las cuatro colonias que habían supuesto todo su mundo en los últimos años. Ellos llegaron con sus sonrisas de oro y sus gestos amables, y así fue que todo cambió.
Little Italy. Abril de 2016.
Las matronas siempre fueron de temer. En días pasados siempre le habían sonreído con sus dientes parejos y sus ojos achicados. Juzgando, sí, pero siempre de la forma más educada. Ellas habían llegado a la casa hacía muchos años, ansiosas por conocer a aquel que llegaba de tierras lejanas con piel de color oscura y ojos algo salvajes. Criticaron sus cabellos largos y enredados, pero aun así siempre mantuvieron aquella faceta amable que nunca parecía abandonarlas.
Tomaron bajo su ala a aquel que más lo necesitó, y Samuel estaría siempre agradecido por ello. A veces, no obstante, no las soportaba.
-Samuel, querido, no puedes esperar que estemos de acuerdo con esto.
-Abby, sabes que no tenemos opción.
-¡Pero será un escándalo!
Difícilmente, pero él guardó silencio.
-Lo único que te pido es que lo permitas. Eres la alcaldesa.
-No puedo creer que quieras vender personas como si fuesen ganado, niño.
Él no era un niño. Quizás nunca lo fue, a pesar de que ella fuese incapaz de verlo.
-No se trata de vender a nadie, solo de hacer una subasta benéfica.
-Vendiendo personas.
-No, simplemente se pagará para estar un rato con ellas.
-¡Samuel, qué tipo de subasta es esa! Pareciera que estás…
-No, Abby, no es como la prostitución.
Ella casi se atragantó con el aire de primavera, y Samuel tuvo que retener las ganas de reír.
-¡Eres un descarado, Samuel Craig! Debes agradecer que aun así te aprecie.
-Claro que sí, Abby. Eres la luz de mis días, ya lo sabes.
Ella suspiró, dejando que sus cabellos pulcramente peinados se moviesen al compás de su cabeza.
-¿Y quiénes estaríamos subastando?
-Estoy intentando conseguir que mi hermano se una.
-¡Válgame, muchacho! ¿Acaso planeas crear una guerra en el pueblo?
-No, Abby, solo quiero ganar todo el dinero posible para que la escuela tenga todas esas reformas que son necesarias para pasar el próximo invierno.
Ella movió aquel abanico dorado entre sus dedos, pensando. Él sonrió, porque fue entonces que se supo ganador.
-Está bien, Samuel. Espero que sepas lo que estás haciendo. No me gustaría que se dijese que Little Italy es un pueblo de perdición y pecado.
-No lo será, te lo prometo.
Ella sacudió la cabeza, pero entonces su gesto cambió.
-Por cierto, ¿la has conocido?
A él ni le pasó por la cabeza fingir desconocimiento.
-Sí, la conocí.
-¿Y qué te parece?
-Creo que es una profesional -dijo equitativamente.