El amor, como un relámpago, ilumina la noche solo para desvanecerse en su propio fulgor. En los pasillos del hotel Le Ciel, donde los espejos guardan secretos y las lámparas parpadean con promesas rotas, dos almas heridas se encontraron bajo el peso de sus propios abismos. Ana corría, su vestido de novia un estandarte de sueños traicionados, sus pasos resonando como un corazón que se niega a rendirse. Cada puerta que golpeaba era un grito, una súplica al destino para que le diera refugio. Y entonces, en la habitación 312, el destino respondió.
Alberto yacía allí, un hombre tallado en cicatrices invisibles, su cuerpo bronceado tendido entre botellas vacías que narraban su rendición. El whisky había sido su consuelo, un intento inútil de ahogar el nombre de una mujer que lo había destrozado, dejándolo a merced de un vacío que no explicaba. Sus ojos, oscuros como pozos sin fondo, se abrieron al sonido de los golpes, y en ese instante, el mundo que había jurado abandonar irrumpió con la fuerza de un huracán.
Ella era un torbellino de tul y terror, una desconocida cuya belleza rota cortaba el aire como un presagio. Él, un náufrago que había olvidado cómo salvarse, pero que, al verla, sintió una chispa que no esperaba: la urgencia de proteger, de desafiar, de volver a sentir. Pero el amor, en su efímera crueldad, no llega solo. Tras los pasos de Ana, las sombras de su pasado avanzaban, hombres de rostros fríos y promesas letales, dispuestos a silenciarla a cualquier costo.
En una noche donde el peligro acecha y los corazones rotos buscan redención, Ana y Alberto se enfrentarán a una verdad inescapable: el amor es un acto de rebeldía, un salto al vacío donde caer juntos puede ser la única forma de sobrevivir. Esta es su historia, un tango desesperado en los bordes del abismo, donde cada latido promete el infinito y amenaza con desvanecerse.
Editado: 03.09.2025