La noche se derramaba sobre el Hotel Le Ciel como un manto de terciopelo roto, sus luces tenues reflejándose en los espejos de los pasillos como promesas que nunca se cumplieron. Ana corría, su vestido de novia un estorbo de encaje y tul que se enredaba en sus pasos, un faro blanco que gritaba su presencia a quienes la perseguían. Sus golpes desesperados en las puertas resonaban como un tambor de guerra, cada uno un grito mudo de auxilio. Nadie abría. Nadie, hasta que llegó a la habitación 312.
Dentro, Alberto yacía en un mausoleo de su propia creación, un hombre fracturado por un amor que lo había traicionado. Su cuerpo, esculpido por años de disciplina y ahora castigado por el exceso, descansaba en una cama deshecha, rodeado de botellas vacías que narraban su caída. El whisky, el tequila, el vino: testigos mudos de su intento por ahogar el eco de ella, la mujer cuyo nombre se había prohibido pronunciar. Sus ojos, oscuros y cargados de sombras, se abrieron al sonido de los golpes, arrancándolo de un sueño inquieto.
—¡Ya voy! —gruñó, su voz rasposa por el licor y el desuso.
Se levantó, los pantalones colgando flojos en sus caderas, el torso desnudo revelando una belleza ruda, como una estatua erosionada por el tiempo. Al abrir la puerta, el mundo irrumpió en su refugio con la fuerza de un huracán.
Ana, envuelta en un vestido tejido con promesas rotas, lo miró con ojos grandes y aterrados, el maquillaje corrido trazando ríos negros por sus mejillas. Sin una palabra, se deslizó dentro, cerrando la puerta con un chasquido que resonó como un disparo. Alberto, aturdido, apenas alcanzó a balbucear:
—¿Quién eres tú?
—Ayúdame, por favor —susurró Ana, su voz temblando como una cuerda a punto de romperse.
Antes de que él pudiera responder, otro golpe en la puerta los congeló. Ana alzó un dedo a sus labios, suplicando silencio.
—Shh, por favor…
Alberto, con el corazón latiendo como un tambor, la apartó con suavidad y abrió una rendija. Frente a él, un hombre de traje negro, un clavel rojo en el bolsillo como una burla del destino, lo escudriñó con una mirada afilada como una navaja.
—¿Has visto a mi novia? —dijo, su voz suave pero cargada de amenaza—. Vestido de novia, cabello revuelto. No puede estar lejos.
Detrás de la puerta, Ana contuvo un sollozo, sus manos temblando mientras se cubría el rostro. El terror la paralizaba, como si el suelo pudiera abrirse y tragarla. Alberto, captando el pánico en sus ojos, mintió con una calma que no sentía.
—La vi correr por el pasillo —dijo, señalando vagamente hacia las escaleras de servicio—. Hacia allá.
El hombre entrecerró los ojos, su sonrisa cortés torcida por la desconfianza.
—¿Por ahí? —preguntó, su tono cargado de escepticismo.
Sin decir más, se alejó, sus pasos resonando como un tambor de guerra.
Alberto cerró la puerta, su corazón latiendo con una mezcla de alivio y duda. ¿Había hecho lo correcto? ¿O había invitado un peligro que no le pertenecía? Se giró hacia Ana, que emergió de su escondite, el vestido arrugado, sus ojos brillando con gratitud teñida de miedo.
—Gracias —susurró, cada palabra un esfuerzo—. No sabes lo que significa esto.
—Sal de mi habitación —dijo él, aunque las palabras carecían de convicción, erosionadas por el peso de sus propios fantasmas.
Ana intentó disculparse, su voz titubeante.
—Lo siento por irrumpir en tu… —se detuvo, sus ojos captando el naufragio de botellas esparcidas, el caos que narraba la ruina de Alberto—. …diversión. —terminó, con un intento de ligereza que se deshizo en tristeza.
—No es diversión —gruñó Alberto, su voz un peso que apenas podía sostener—. Y no soy un héroe. Solo quiero que te vayas.
Pero Ana no se movió. Sus manos retorcieron el vestido, sus ojos lo miraron con una intensidad que lo desarmó.
—Necesito tu ropa —dijo, su voz firme pero cargada de urgencia—. Me están buscando, y con este vestido me encontrarán en un segundo.
Alberto arqueó una ceja, un destello de humor amargo cruzando su rostro.
—¿Quieres quitarme los pantalones? —dijo, señalando su torso desnudo, los músculos definidos bajo la luz tenue.
Ana enrojeció, sus ojos desviándose.
—¡No! Dios, no —exclamó, atrapada entre la vergüenza y la urgencia—. Este vestido es un faro. Me reconocerán al instante.
Sacudió la cabeza, avergonzado de su propio coqueteo.
—Bromeo —dijo, suavizando el tono.
Del armario sacó una sudadera gris y unos pantalones de ejercicio.
—Ponte esto. Ahí —señaló el baño, arrojándole la ropa con un gesto que ocultaba su tensión.
Ana tomó las prendas, sus dedos rozando los de él, un contacto fugaz que encendió una chispa en el aire viciado.
—Gracias —murmuró, y se dirigió al baño, levantando el vestido para no tropezar.
Alberto buscó un trago entre las botellas, desesperado por olvidar. Encontró una de whisky, pero se detuvo al ver a Ana en el reflejo del espejo. La puerta entreabierta dejaba ver los moretones en su espalda baja, oscuros y crueles, un mapa de violencia que gritaba su verdad. El whisky quedó olvidado. Esos moretones lo cambiaron todo. No era solo una fugitiva; era una sobreviviente, su dolor un eco del suyo.
Ana salió del baño, la sudadera gris y los pantalones colgando de su figura, los tenis negros con cordones blancos marcando su transformación. Frente al espejo, se lavó el rostro, el agua salpicando como lágrimas de tela.
—Oye —dijo, sin girarse—. Dame unos minutos más y desapareceré, lo prometo.
Alberto dio un paso hacia ella.
—Yo te ayudo —dijo, las palabras escapando antes de que pudiera detenerlas.
Ana se enderezó, sorprendida.
—¿Qué? —preguntó, sus ojos vulnerables.
Sin responder, Alberto la giró hacia el espejo, obligándola a enfrentar su reflejo: el cabello revuelto, el rostro limpio, los ojos brillando con miedo y desafío.
—Te ayudaré a escapar de él —dijo, su voz un juramento—. ¿Cuál es tu nombre?
Editado: 03.09.2025