Alberto la estudió, su rostro suavizado por una ternura que no esperaba.
—No mereces esos golpes —dijo, su voz quebrándose—. Nadie los merece.
Ana se tensó, sus manos apretando la sudadera.
—No es nada —murmuró, su voz frágil como vidrio—. Es una vida que no elegí. Si me encuentra, será el fin.
—No dejaré que eso pase —dijo Alberto, sorprendido por su propia firmeza—. No esta noche.
Un grito áspero en el pasillo los arrancó de ese instante.
—¡Sé que está por aquí! —rugió una voz grave.
Ana palideció, y Alberto, con un gesto rápido, la tomó de la mano.
—¿Puedes correr rápido?
—Sí, sí. Puedo correr rápido —respondió Ana, su voz un desafío al destino—. Espera —añadió, deteniéndose.
Con una furia contenida, se arrancó el anillo de boda, el metal brillando como una cadena rota. Lo arrojó sobre la bufetera, junto a la botella de whisky, el sonido resonando como un grito de libertad.
—No volveré a él —murmuró, sus ojos brillando con alivio y rebeldía.
No había tiempo para más. Los pasos de los perseguidores se acercaban, y Alberto la guio hacia la puerta de servicio. Corrieron por los pasillos, sus pasos resonando contra el mármol, el eco de su huida mezclándose con sus corazones acelerados. En un recodo, Alberto la empujó contra la pared, su cuerpo protegiéndola.
—Silencio —susurró, alzando un dedo.
Pero sus ojos se encontraron, y el gesto se transformó en una caricia de miradas. Bajo la luz tenue, Alberto la miró con una dulzura que no esperaba, una cadencia que detuvo el tiempo. Ana, vulnerable pero fuerte, reflejaba el mismo torbellino: miedo, gratitud, una chispa innombrable.
El momento se rompió con el sonido de una puerta al abrirse.
—¡Está aquí! —gritó una voz desde la habitación 312.
Diego, el hombre del traje negro con el clavel torcido, irrumpió con su compañero, Marco, el de la cicatriz.
—¿Dónde está esa maldita? —gruñó Diego, escudriñando el caos.
Su mirada cayó sobre el anillo en la bufetera, un símbolo de rebeldía. Lo tomó, sus nudillos blancos.
—Te pondrás este maldito anillo de nuevo — juró, su voz un veneno que resonó en la habitación vacía.
—Vámonos —susurró Alberto, apretando la mano de Ana.
Corrieron hacia la puerta de servicio, el aire frío de la calle golpeándolos como una promesa de libertad. Pero en sus manos entrelazadas, en la mirada compartida, había nacido algo: un amor efímero, pero lo bastante fuerte para desafiar a las sombras.
El amanecer pintaba el horizonte con grises y rosas, rozando los callejones tras el Hotel Le Ciel, donde la noche se aferraba como un amante renuente. Alberto, con el corazón latiendo al ritmo de una fuga desesperada, guiaba a Ana por la puerta de servicio, su mano firme alrededor de la de ella. La sudadera gris colgaba sobre su figura como una armadura improvisada, los pantalones rozando los tenis negros de cordones blancos, marcando su transformación de novia fugitiva a sombra de sí misma. Su cabello, revuelto por la carrera, danzaba en mechones rebeldes, libres del tul que alguna vez la había aprisionado.
Cruzaron el umbral hacia la calle, el aire frío mordiendo su piel. Alberto se detuvo bajo una farola, su respiración entrecortada.
—Bueno —dijo, su voz grave—. Es todo. Eres libre.
Ana lo miró, sus ojos brillando bajo la penumbra, como si las palabras fueran un puente que no estaba lista para cruzar.
—Gracias —murmuró, su voz cargada de una gratitud que pesaba más que las palabras.
Luego, con un titubeo que delataba su vulnerabilidad, añadió:
—No tengo teléfono ahora. ¿Podrías pedirme un taxi?
Alberto arqueó una ceja, una risa breve escapando de sus labios.
—¿Un taxi? —dijo, su tono burlón pero cálido.
Se giró hacia un BMW negro, su silueta reluciente como un felino al acecho.
—El taxi ya está aquí.
Ana parpadeó, sus ojos recorriendo el auto con asombro y cautela.
—Oh, wow —susurró, su voz un eco en la quietud del amanecer.
Caminó hacia el vehículo, su figura frágil bajo la ropa prestada, el cabello desordenado cayendo como un lienzo roto. Se detuvo, dudando.
—No tengo dinero ahora, pero… me aseguraré de compensártelo, ¿está bien?
Alberto la observó, deteniéndose en sus mejillas desnudas, sus labios temblorosos, la chispa de desafío en sus ojos. Una sonrisa coqueta curvó sus labios.
—Con un beso apasionado será suficiente —dijo, su voz baja, un desafío suave.
Ana se quedó inmóvil, sus ojos abriéndose con sorpresa. Luego, con una sonrisa tímida pero audaz, respondió:
—Bueno, de eso no hay duda. Pero estoy acostumbrada a pagar los taxis con dinero.
La respuesta lo desarmó, una punzada de admiración atravesándolo. Ella no caía rendida ante su encanto; había una fuerza en su franqueza que lo atraía más de lo que esperaba. Con un gesto caballeroso, abrió la puerta del pasajero, su mano deteniéndose un segundo más en el marco, como si quisiera retener ese instante.
Condujo en silencio, el ronroneo del motor llenando el espacio donde las palabras no llegaban. Las calles desfilaron como un sueño borroso, hasta que el BMW se detuvo frente a una mansión de muros blancos y jardines que susurraban riqueza y secretos. El amanecer bañaba la fachada, dándole un aire de refugio y prisión.
—¿Esta es la casa de tu madre? —preguntó Alberto, su voz suave pero curiosa.
Ana asintió, sus dedos apretando la sudadera.
—Sí —dijo, y luego, con sinceridad—. Gracias por ayudarme. Buscaré el dinero. Solo espera, ¿está bien?
Alberto rió, un sonido cálido que rompió la tensión.
—Ni siquiera lo intentes —dijo, inclinándose hacia ella, sus ojos brillando con diversión y deseo—. Pero puedes darme tu número.
Ana sonrió, una chispa de humor suavizando sus sombras.
—Te daré mi número… tan pronto tenga uno nuevo —dijo, su risa un alivio y un desafío.
Había escapado con nada más que su voluntad de sobrevivir, sin teléfono, sin dinero, sin certezas.
Editado: 03.09.2025