Ana empujó la pesada puerta de roble, que se abrió con un susurro preciso, como si la casa misma estuviera entrenada para mantener las apariencias. El vestíbulo era un santuario de elegancia: suelos de mármol pulido que reflejaban la luz del amanecer, candelabros de cristal que destellaban sin una mota de polvo, paredes adornadas con lienzos de tonos sobrios que exhalaban riqueza contenida. Todo estaba impecable, íntegro, un reflejo de la disciplina férrea de Violeta, su madre. Pero esa limpieza era fría, desprovista de calor humano, como si la mansión fuera un escenario diseñado para ocultar verdades incómodas.
—¿Mamá? —llamó Ana, su voz frágil en el vasto espacio, cargada de una esperanza que se desvaneció al instante.
Violeta emergió de una sala lateral, su figura esbelta envuelta en un vestido de lino impecable, su rostro tallado en líneas de desaprobación. Sus ojos, fríos como el mármol bajo los pies de Ana, la recorrieron con desprecio. Sin mediar palabra, su mano se alzó, y una bofetada resonó en el silencio, un golpe que quemó la mejilla de Ana y le arrancó el aliento.
Ana retrocedió, atónita, sus ojos abiertos de incredulidad y dolor. La traición de su madre, su falta de apoyo, era un cuchillo más afilado que cualquier moretón.
—Mamá —balbuceó, su voz temblando—, no lo entiendes. Diego me engañó, justo en nuestra boda, y luego…
Tragó saliva, el recuerdo de su mano alzada cortándole el aliento.
—Me golpeó.
Violeta la miró con desdén, sus labios apretados en una línea implacable.
—Deshonraste a la familia y a tu esposo al escapar del altar —dijo, su voz un látigo que cortaba el aire—. Ni se te ocurra pensar en divorciarte. Eso no sucederá, ¿quedó claro?
Las palabras fueron un retumbe en el corazón de Ana, un eco de la prisión que había intentado dejar atrás. Pero en su pecho, la chispa de rebeldía que Alberto había encendido ardía con más fuerza.
—Suficiente —dijo, su voz firme, cortando el aire como un desafío—. Esa decisión no te corresponde, mamá.
—¿Qué? —Violeta dio un paso atrás, sorprendida por la audacia de su hija—. ¡Ana! —exclamó, su voz cargada de furia mientras Ana, ignorándola, corría hacia las escaleras, su corazón latiendo con una mezcla de miedo y determinación—. ¡Para! —gritó Violeta, siguiéndola—. Es tu esposo, Ana. Mejor ruega por fortaleza para resolver los problemas de tu matrimonio. ¿Me escuchaste?
Ana se detuvo en el primer escalón, girándose con una furia que no sabía que poseía.
—Olvídate del matrimonio con Diego —dijo, su voz un trueno suave—. No regresaré con él, mamá. ¿Me escuchaste?
Violeta la miró, boquiabierta, la desobediencia de su hija como un golpe que no esperaba.
—Oh, bueno —dijo, recuperando su compostura, su voz goteando veneno—. Entonces él vendrá a ti.
Antes de que Ana pudiera responder, Violeta la empujó hacia una habitación en el segundo piso, cerrando la puerta con un golpe que resonó como un veredicto. El cerrojo giró, la llave selló su encierro, y el sonido fue un puñal en el pecho de Ana.
—¿Mamá? —llamó, golpeando la puerta con desesperación—. ¡Mamá, abre! ¡Esto no es gracioso!
Desde el otro lado, la voz de Violeta era fría, desprovista de amor.
—Yo arreglaré todo, cariño —dijo, y el sonido de sus pasos alejándose fue seguido por el murmullo de una llamada telefónica—. ¿Diego? Cariño, Ana está en casa. ¿Puedes venir?
Ana, atrapada en la habitación, se deslizó hasta el suelo, sus manos temblando contra la madera pulida. La habitación era tan impecable como el resto de la mansión: una cama de sábanas blancas perfectamente tendidas, un escritorio de caoba reluciente, cortinas de lino que filtraban la luz del alba en rayos ordenados. Pero esa pulcritud era asfixiante, un recordatorio de la vida que Violeta había diseñado para ella, una vida donde el amor era un contrato y la libertad, una ilusión.
Los recuerdos la asaltaron. Diego había sido su promesa de salvación, un hombre que la cortejó con palabras dulces y un anillo que brillaba como el futuro. Pero tras la fachada, había un monstruo. La noche antes de la boda, Ana encontró los documentos en su despacho: nombres, cifras, transacciones que olían a sangre y poder. Un imperio de mentiras que Diego protegía con puños y amenazas. Cuando ella lo confrontó, su mano se alzó, dejando moretones que eran tanto una advertencia como una cadena. Había huido del altar, no por cobardía, sino por supervivencia, sabiendo que hablar de lo que vio la condenaría.
Pero en su mente, la imagen de Alberto, su mirada dulce en el pasillo del hotel, su promesa de protegerla, era un faro en la tormenta. No estaba sola, no del todo. Golpeó la puerta con renovada determinación, buscando una forma de escapar, mientras el eco de su propia rebeldía resonaba en su pecho.
Fuera, Alberto tamborileaba los dedos contra el volante del BMW, la imagen de Ana clavada en su alma. Su cabello revuelto, sus ojos cargados de secretos, lo habían arrancado de un letargo que creía eterno. Valeria, la mujer que lo traicionó por un hombre con más dinero y menos escrúpulos, seguía siendo una herida abierta, pero Ana era diferente. Su vulnerabilidad, su fuerza, lo desafiaban a ser más que un hombre roto. Quería protegerla, aunque significara meterse en un peligro que no entendía.
Un presentimiento lo hizo apagar el motor a una cuadra de distancia de la casa de Ana. Algo estaba mal. Bajó del auto, sus pasos silenciosos hacia la mansión, su corazón latiendo con una urgencia que no podía explicar. Alberto ahora entendía que el amor, tan efímero como era, había encontrado una forma de enredarlo en su danza. Y en algún lugar, detrás de los muros de esa mansión, Ana llevaba consigo el mismo latido, el mismo riesgo, la misma pregunta sin respuesta.
Editado: 03.09.2025