Tan efímero como un beso

Capítulo 4

La habitación, con su pulcritud asfixiante, se había convertido en una jaula. Las sábanas blancas perfectamente tendidas, el escritorio de caoba reluciente, las cortinas de lino que filtraban el alba en rayos ordenados: todo era una fachada, un decorado que escondía la traición de Violeta. Ana, desplomada contra la puerta cerrada, sintió el peso del cerrojo como una sentencia. Las palabras de su madre, frías y calculadoras, resonaban en su mente: “¿Diego? Cariño, Ana está en casa. ¿Puedes venir?”

—No, no, no —susurró Ana para sí misma, su voz un eco de pánico que se enredaba en su pecho—. Esto no puede estar pasando.

La traición de Violeta era un puñal, pero la idea de Diego acercándose, con su sonrisa de acero y sus manos crueles, era un abismo que amenazaba con tragarla. Había huido del altar, del vestido de novia, del anillo que marcaba su esclavitud, pero ahora estaba atrapada de nuevo, en la casa que prometía refugio y solo ofrecía cadenas.

Se puso de pie, sus manos temblando mientras recorría la habitación en busca de una salida. El cerrojo era inamovible, la puerta de roble un muro infranqueable. Sus ojos se posaron en la ventana, un rectángulo de cristal que dejaba entrar la luz pálida del amanecer. Con un impulso de desesperación, corrió hacia ella y la abrió de un tirón. El aire frío golpeó su rostro, despejando el pánico por un instante. Asomándose al balcón, vio el jardín impecable de la mansión, los arbustos recortados con precisión quirúrgica, el césped brillando bajo el rocío. Pero la altura era vertiginosa, un salto que prometía libertad o fractura.

—¡Que alguien me ayude! —gritó, su voz rompiendo el silencio del amanecer, un grito que era tanto súplica como desafío.

El viento se llevó sus palabras, pero no su esperanza.

A lo lejos, Alberto seguía en el vehículo, sus dedos tamborileando contra el volante, la imagen de Ana clavada en su alma. Su cabello revuelto, sus ojos cargados de secretos, lo habían arrancado de un letargo que creía eterno. Valeria, la mujer que lo traicionó, era una sombra que aún lo perseguía, pero Ana era diferente. Su vulnerabilidad, su fuerza, lo desafiaban a ser más que un hombre roto.

—Maldición —murmuró para sí, su voz áspera por el whisky y la certeza—. No podía dejarla ir. Algo en su pecho, un presentimiento que no podía ignorar, lo impulsaba a regresar.

Apagó el motor y bajó del auto, sus pasos rápidos hacia la mansión. Sonrió, una curva amarga en los labios, al darse cuenta de que nunca había hecho algo así por una mujer. Había jurado no volver a arriesgarse, no después de Valeria, pero Ana era un incendio que no podía apagar. Dudó frente a la puerta de roble, su mano suspendida sobre el pomo, cuando un grito lejano lo atravesó como un relámpago.

—¡Que alguien me ayude! —Era Ana, su voz desesperada flotando desde el segundo piso.

Sin pensarlo, empujó la puerta y corrió hacia el interior, el vestíbulo impecable desplegándose ante él como un escenario de perfección fría. Los candelabros relucían, el mármol reflejaba sus pasos apresurados, pero el aire estaba cargado de una tensión que lo guió hacia las escaleras. —¡Ayuda, por favor, quien quiera que sea! —volvió a gritar Ana, su voz más cercana ahora, vibrando desde un balcón al fondo del pasillo.

Alberto llegó al jardín trasero, justo debajo del balcón, y alzó la vista. Allí estaba Ana, asomada, la sudadera gris colgando de su figura, los tenis negros balanceándose al borde del vacío. Sus ojos, grandes y aterrados, se encontraron con los de él, y un destello de sorpresa cruzó su rostro.

—¿Tú? —susurró, su voz temblando entre la incredulidad y el alivio.

—¿Qué sucede? —gritó Alberto, su corazón latiendo con una urgencia que no podía explicar.

Ana se aferró al marco de la ventana, su respiración entrecortada.

—¡Alberto, ayuda, por favor! Mi esposo está aquí, y no puedo escapar.

El eco de pasos pesados resonó en la escalera, acompañados por una voz que cortó el aire como un cuchillo.

—Cariño, ¿me extrañaste?

Era Diego, su tono suave pero cargado de una amenaza que helaba la sangre. Subía con calma, el tintineo de la llave del cerrojo en su mano como un presagio. Su rostro, iluminado por la luz del pasillo, era una máscara de furia contenida, el clavel rojo en su traje torcido como una burla.

Alberto miró hacia arriba, evaluando la distancia.

—¡Está bien, salta! —gritó, abriendo los brazos—. ¡Yo te atrapo!

Ana lo miró, sus ojos abiertos de pánico mientras medía la altura.

—¿Qué? —susurró, su voz quebrándose.

El balcón estaba a varios metros del suelo, un salto que podía romperle un hueso o salvarle la vida. Detrás de ella, la puerta de la habitación tembló bajo los golpes de Diego.

El cerrojo crujió como un hueso roto. Desde el otro lado de la puerta, la voz de Diego se deslizó como un veneno dulce:

—Querida esposa, ya estoy aquí.

Ana se congeló, su aliento atrapado en la garganta. Sus ojos, abiertos de terror, encontraron los de Alberto a través del balcón. Él estaba abajo, en el jardín, su figura recortada contra el césped bañado en rocío, los brazos abiertos como una promesa.

—Está aquí —susurró Ana, su voz un hilo a punto de romperse—. Justo detrás de la puerta.

Alberto alzó la mirada, sus ojos oscuros cargados de una certeza que desafiaba el miedo.

—Tranquila, Ana —dijo, su voz firme pero cálida, un ancla en la tormenta—. Yo te atraparé. Confía en mí.

El corazón de Ana latía desbocado, atrapado entre dos abismos: el vacío del balcón, que prometía libertad a cambio de un riesgo mortal, y Diego, cuya presencia era una sentencia.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.