Tan efímero como un beso

Capítulo 5

Con un temblor en las manos, Ana trepó al barandal de hierro forjado. El metal, helado bajo el alba, mordía sus palmas, y el viento del amanecer le azotaba el rostro, enredando su cabello como un torbellino de sombras. Puso un pie en el borde, luego el otro, el vértigo tirando de sus entrañas como un abismo hambriento.

—Así, Ana —dijo Alberto, su voz un faro en la penumbra, firme pero cálida—. Paso a paso. Lo estás haciendo bien.

El tintineo de una llave en la cerradura rasgó el aire. Diego estaba cerca, demasiado cerca. Ana se aferró al barandal, sus piernas temblando mientras el vacío la miraba desde abajo, un desafío mudo que le apretaba el pecho.

—A la cuenta de tres —insistió Alberto, su tono sereno pero cargado de urgencia—. Uno. Dos…

—No, no puedo —gimió Ana, su voz quebrándose, los ojos cerrados con fuerza. El miedo la paralizaba, pero la imagen de Alberto, su promesa en el hotel —“No dejaré que eso pase”— ardía en su pecho como una brasa.

—Puedes, Ana —repitió él, su voz un puente tendido sobre el abismo—. Estoy aquí. Mírame.

La puerta tembló bajo un golpe seco. Diego irrumpió en la habitación, su silueta llenando el umbral como una tormenta contenida. Sus ojos, fríos como el acero, encontraron a Ana en el borde del balcón, lista para saltar. El clavel rojo en su solapa, una mancha de sangre contra el traje impecable, parecía pulsar con su propia amenaza.

—¿Ana? —Su voz era un susurro afilado, teñido de falsa dulzura—. No lo hagas.

Ana lo miró, el terror apretándole el corazón. Pero entonces sus ojos volvieron a Alberto, a la ternura feroz en su mirada, a la certeza de que no la dejaría caer.

—No lo escuches —dijo Alberto, su voz cortando la amenaza de Diego como un cuchillo—. Escúchame a mí. Confía en mí. Uno… dos…

—¡Ana! —rugió Diego, avanzando hacia el balcón con pasos que resonaban como un tambor de guerra.

—Tres.

Ana cerró los ojos y saltó. El aire la envolvió, frío y cortante, como si el mundo contuviera el aliento. Por un instante, fue solo ella y el vacío, su corazón suspendido entre el miedo y la esperanza. Luego, los brazos de Alberto la encontraron, fuertes y seguros, absorbiendo el impacto. Sus cuerpos se estabilizaron, y el mundo se redujo al calor de su abrazo, al latido desbocado de Ana contra su pecho, a la mirada de él, que prometía más que cualquier palabra.

—¿Estás bien? —preguntó Alberto, su voz baja, un murmullo que vibró contra su piel como una caricia.

—S-sí —balbuceó Ana, incapaz de ocultar el estremecimiento que la recorría. No era solo el miedo, sino la intensidad de su cercanía, el modo en que sus brazos la sostenían, como si temiera que el viento pudiera arrancarla de nuevo.

No había tiempo para detenerse. Desde el balcón, Diego los observaba, su silueta recortada contra la luz pálida del amanecer, los ojos encendidos de furia. Alberto tomó la mano de Ana, sus dedos entrelazándose con una urgencia que no admitía dudas, y la arrastró hacia la salida. Corrieron a través del vestíbulo, el mármol reluciendo bajo sus pasos apresurados, los candelabros proyectando sombras que parecían perseguirlos. La puerta principal se abrió con un gemido, y el aire fresco del exterior los golpeó como una promesa de libertad.

Ana tropezó al llegar al auto, su respiración entrecortada. Alberto no se detuvo a abrirle la puerta, no por descortesía, sino porque el tiempo era un lujo que no tenían. Ana se lanzó al asiento del copiloto, y él rodeó el coche a zancadas, subiendo al volante con un movimiento fluido. Pero no encendió el motor. Sus manos descansaron en el volante, inmóviles, mientras su mirada se perdía en un punto invisible.

Ana, con el corazón en la garganta, giró hacia él, desesperada.

—¡Vamos! ¡Arranca! —su voz era un grito ahogado, el pánico trepándole por el pecho—. ¡Diego está viniendo!

Alberto la miró, una chispa traviesa bailando en sus ojos, una calma exasperante en su rostro.

—No —dijo, su voz serena, casi juguetona.

—¿Qué? —Ana parpadeó, incrédula—. ¿Por qué? ¡Llegará en cualquier momento!

Él ladeó la cabeza, una sonrisa torcida curvando sus labios.

—Primero, necesito un beso.

Ana lo miró boquiabierta, el calor subiéndole a las mejillas.

—¿En serio? ¿Justo ahora? —dijo, su voz oscilando entre la indignación y una risa nerviosa que no pudo reprimir.

—Justo ahora —respondió él, su sonrisa ensanchándose, los ojos brillando con un deseo que no intentaba ocultar.

Ana dudó, atrapada entre la urgencia de huir y la corriente eléctrica que parecía fluir entre ellos. Con un resoplido, se inclinó hacia él, más por la presión del momento que por convencimiento. Pero cuando sus labios se encontraron, el mundo se desvaneció. El beso fue suave al principio, tentativo, como si temieran romper algo frágil. Luego se profundizó, cálido y dulce, una chispa que encendió algo nuevo en el pecho de Ana. Sus manos encontraron el rostro de Alberto, y por un instante, el miedo, Diego, la mansión, todo se disolvió en el calor de su aliento.

Se separó, jadeante, sus ojos aún fijos en los de él.

—¿Ya estás contento? —preguntó, su voz teñida de desafío, aunque un rubor traicionero le teñía las mejillas.

Alberto soltó una risa baja, burlona pero afectuosa.

—Pudo haber sido mejor —dijo, guiñándole un ojo.

Antes de que Ana pudiera replicar, el motor rugió a vida. El auto se lanzó hacia adelante, los neumáticos chirriando contra el pavimento. Ana giró la cabeza justo a tiempo para ver a Diego irrumpiendo por la puerta de la mansión, su rostro crispado de rabia.

—¡Maldición! —gritó él, sacando el celular con dedos frenéticos, la cámara destellando mientras intentaba capturar las placas del auto que se alejaba.

Ana se hundió en el asiento, el corazón aún acelerado, pero una chispa de rebeldía ardía en su interior. Miró a Alberto, su perfil afilado contra la luz del amanecer, y supo que, por primera vez, no estaba sola. El camino adelante era incierto, pero en ese momento, con el viento entrando por la ventanilla y el eco del beso aún en sus labios, sintió que podía enfrentarlo todo.




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