El aroma del romero y el vino tinto flotaba en el aire de La Lumière, envolviendo a Ana como un manto cálido pero ajeno. Las luces tenues de las lámparas de araña danzaban sobre las mesas de lino blanco, donde los comensales susurraban entre copas de cristal y platos que parecían obras de arte. Ana seguía a Alberto, sus tenis gastados chirriando levemente contra el suelo de madera pulida, un recordatorio constante de lo fuera de lugar que se sentía. Él, en cambio, avanzaba con una seguridad que parecía tejida en su piel, su chaqueta de cuero capturando destellos de luz mientras saludaba a los camareros con un guiño o un gesto rápido de la mano.
Habían cruzado apenas la mitad del comedor cuando una voz rasgó el murmullo del restaurante, cargada de una mezcla de desafío y nostalgia.
—¡Oh, mierda… Es Alberto!
Ana se detuvo, sus ojos saltando hacia un joven que se acercaba con paso firme. Jesús, de la misma edad que Alberto, tenía el cabello oscuro desordenado y una postura que rezumaba arrogancia, aunque sus ojos brillaban con una familiaridad cruda. Su mirada recorrió a Alberto de arriba abajo, como si estuviera midiendo a un viejo rival o a un amigo al que el tiempo había separado. Ana notó la tensión en los hombros de Jesús, como si Alberto le debiera algo más que un simple reencuentro.
Alberto lo miró, y una chispa de sorpresa cruzó su rostro antes de transformarse en una sonrisa amplia, casi fraternal. Los dos se fundieron en un abrazo efusivo, un choque de cuerpos que resonó con palmadas en la espalda y risas contenidas.
—¡Mi hombre, mi hermano! —dijo Jesús, su voz vibrando con entusiasmo—. ¡Me alegra que regreses, campeón!
—Es bueno estar de vuelta —respondió Alberto, su tono cálido pero con un trasfondo de cautela, como si supiera que el pasado siempre venía con un precio.
Antes de que Ana pudiera procesar la escena, otra figura se acercó, moviéndose con una energía casi eléctrica. Era un hombre de rasgos asiáticos, delgado pero con una presencia que llenaba el espacio. Su delantal blanco, salpicado de manchas de salsa, lo marcaba como parte del equipo de cocina. Sus ojos se iluminaron al ver a Alberto.
—¡Es Alberto! —gritó, su voz cortando el aire como un cuchillo afilado. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le dio una palmada en el hombro, su sonrisa tan amplia que parecía desbordarse—. ¡Hermano! Oye, vámonos a celebrar a otro lado.
Alberto soltó una risa baja, genuinamente divertido, y le devolvió el gesto con un apretón en el brazo.
Los tres se sumieron en una conversación animada, sus voces entremezclándose con risas y recuerdos que Ana no podía descifrar. Hablaban de noches largas en la cocina, de platos que habían sido un desastre y otros que habían conquistado paladares exigentes. Alberto parecía encenderse en su compañía, su rostro relajado pero vibrante, como si la cocina de La Lumière fuera el único lugar donde podía ser completamente él mismo.
Ana, sin embargo, se quedó atrás, sus manos hundidas en los bolsillos de su sudadera, el corazón apretado por una sensación que no podía nombrar. Se sentía invisible, una intrusa en ese mundo de complicidad y camaradería. Los comensales a su alrededor seguían disfrutando de sus platos, el tintineo de los cubiertos y el murmullo de las conversaciones creando una barrera que la aislaba aún más. “¿Quiénes son estas personas?” pensó, su mirada saltando de Jesús a Chen, y luego a Alberto, que parecía moverse con una facilidad que ella nunca había conocido. “¿Y quién es él, realmente?”
No tuvo tiempo de hundirse más en sus pensamientos. Una presencia se materializó a su lado, elegante y afilada como una navaja. Marina, con su vestido negro que parecía absorber la luz, se acercó con una sonrisa que destilaba malas intenciones. Sus tacones resonaban con un ritmo calculado, y sus ojos, fríos como el hielo, se clavaron en Ana.
—¿La chica nueva? —dijo Marina, su voz melosa pero cargada de veneno. Se inclinó ligeramente, como si compartiera un secreto—. ¿También quiere sexo ardiente con el chico malo?
Ana se quedó helada, el calor subiéndole a las mejillas. Sus labios se abrieron, pero las palabras se le atoraron en la garganta.
—¿Ah? —logró articular, su voz temblando de indignación.
La insinuación de Marina, tan cruda y despectiva, la golpeó como un puñetazo. ¿La había confundido con una cualquiera? ¿O era algo más, un intento deliberado de herirla?
Marina ladeó la cabeza, su sonrisa ensanchándose mientras observaba la reacción de Ana. En su mente, las palabras eran un murmullo satisfecho: Ella no tiene idea… Ana, atrapada en la mirada de Marina, sintió un escalofrío. Había algo en la seguridad de esa mujer, en la forma en que sus ojos brillaban con un conocimiento que Ana no poseía, que la hacía parecer invencible. Como si Marina supiera exactamente cómo clavar la duda en su corazón.
Ana apretó los puños, su mente dando tumbos. ¿Es eso lo que ella hace? pensó, imaginando a Marina entregándose al placer sin reservas, movida por el simple gusto de la conquista. Pero antes de que pudiera responder, Marina remató, su voz baja y cargada de una dulzura falsa.
—Es un asesino, cariño —dijo, dejando que las palabras colgaran en el aire como un veneno lento—. Es emocionante… para las chicas buenas, ¿no es así?
Ana parpadeó, su confusión transformándose en una tormenta interna. ¿Un asesino? La palabra se clavó en su pecho, afilada y fría. Volteó a mirar a Alberto, que seguía riendo con Jesús y Chen, su rostro iluminado por una alegría que ahora parecía sospechosa. ¿Estaban planeando algo? ¿Algo oscuro, como Marina insinuaba? La imagen de Alberto, con su sonrisa torcida y sus manos seguras, se mezcló con la idea de un hombre capaz de algo terrible. ¿Un asesino? pensó, su corazón acelerándose. Oh, Dios mío. ¿Qué estoy haciendo aquí?
Marina, observando el torbellino en los ojos de Ana, dejó que una sonrisa satisfecha curvara sus labios. Había plantado la semilla, y el caos que crecía en la mente de Ana era exactamente lo que buscaba.
Editado: 24.09.2025