Ahora se sentía sofocante. El restaurante, con su elegancia y su calidez, se transformó en un laberinto de secretos. Ana dio un paso atrás, su cuerpo tenso, mientras Marina se alejaba con un movimiento grácil, dejando tras de sí un rastro de perfume y dudas. Alberto, ajeno a la tormenta que se desataba en el corazón de Ana.
Pero para Ana, todo había cambiado. La chispa de confianza que había sentido en el auto, el eco del beso que aún quemaba en sus labios, ahora estaba empañado por la sombra de las palabras de Marina. ¿Quién era realmente Alberto? ¿Y qué significaba estar a su lado en un mundo donde cada mirada, cada palabra, parecía ocultar una verdad más oscura?
El aire en La Lumière se había vuelto irrespirable para Ana. El eco de las palabras de Marina. “Es un asesino, cariño”. Resonaba en su cabeza como un tambor implacable, mezclándose con la imagen de Alberto riendo con sus amigos, ajeno a su tormenta interna. ¿Quién es él realmente? pensó, su corazón apretado por la duda. ¿Y Marina? ¿Era ella la razón por la que anoche olía a whisky, como si quisiera ahogar un dolor que no me cuenta? La chispa del beso en el auto, que momentos antes había encendido algo en su pecho, ahora se apagaba bajo el peso de la desconfianza. Soy una tonta, se dijo, sus pasos resonando en el suelo de madera mientras se dirigía a la salida. Escapé de mi mundo para caer en este, donde la gente habla de venganza, tal vez de muerte, mientras sonríe. ¿Quiénes son estas personas? ¿Y qué puedo esperar de ellos?
El aire fresco de la noche la golpeó al salir del restaurante, pero no trajo alivio. La ciudad, con sus luces de neón y su bullicio distante, parecía un laberinto del que no sabía cómo salir. Está bien, Ana. Es hora de regresar, se dijo, apretando los puños dentro de los bolsillos de su sudadera. Caminó sin rumbo, el eco de sus tenis contra el pavimento marcando un ritmo irregular. La mansión, Diego, el balcón, todo parecía un sueño borroso, pero la punzada de las palabras de Marina era afilada como una navaja. No pertenezco aquí.
A lo lejos, divisó una camioneta negra estacionada en una esquina, su carrocería reluciendo bajo un farol. Dos figuras estaban dentro, sus siluetas apenas visibles a través de las ventanillas tintadas. Ana dudó, su instinto gritándole que siguiera caminando, pero el cansancio y la desesperación la empujaron hacia adelante. Solo necesito llegar a la ciudad, pensó, tragándose el nudo en la garganta. Se acercó a la ventanilla del copiloto, que estaba entreabierta, y forzó una voz que no sonaba tan temblorosa como se sentía.
—Hola, lo siento —dijo, inclinándose ligeramente—. ¿Pueden llevarme de regreso a la ciudad, por favor?
Las dos figuras en el interior se giraron hacia ella, sus rostros iluminados por la luz ámbar del farol. El hombre más cercano, con un bigote espeso que recordaba a Freddie Mercury y una presencia magnética, arqueó una ceja, claramente desconcertado. A su lado, un joven de rasgos suaves, casi aniñados, la observó con una mezcla de curiosidad y cautela. Detrás de ellos, en la parte trasera de la camioneta, otras dos sombras se movieron, sus rostros ocultos en la penumbra.
—¿Qué dicen, chicos? —preguntó el hombre del bigote, girándose hacia los otros dos con una sonrisa torcida—. ¿Ayudamos a la chica?
Los ocupantes traseros intercambiaron una mirada rápida, y uno de ellos, con una voz grave, respondió:
—Claro, sube.
Ana sintió un alivio momentáneo, aunque algo en el tono del hombre la hizo estremecer.
—Gracias —murmuró, mientras el joven de rostro aniñado bajaba de la camioneta para abrirle la puerta trasera. Su cortesía parecía forzada, como si fuera parte de un guion que Ana no entendía.
—Muchas gracias —repitió ella, subiendo al vehículo con un nudo en el estómago.
El interior olía a cuero nuevo y a un leve rastro de cigarrillo. Los dos hombres en la parte trasera la miraron, sus ojos evaluándola en silencio. Ana forzó una sonrisa tensa.
—Hola —dijo, su voz apenas audible.
El hombre del bigote se deslizó al asiento trasero junto a ella, demasiado cerca, y antes de que Ana pudiera procesarlo, la rodeó con un brazo. Su aliento cálido rozó su oído cuando habló.
—No te llevaré gratis, princesa —dijo, su voz baja y cargada de una intención que hizo que el corazón de Ana se acelerara por todas las razones equivocadas.
Ella se tensó, sus manos apretándose contra sus muslos.
—¿Qué? —balbuceó, girándose hacia él—. Oigan, chicos, no… no tengo dinero ahora, pero les pagaré cuando lleguemos, lo prometo.
El hombre soltó una risa grave, cortándola.
—No, no, no. No queremos dinero.
El aire en la camioneta se volvió denso, opresivo. Ana sintió el pánico trepar por su pecho, su instinto gritándole que había cometido un error terrible.
—Está bien, mejor caminaré —dijo, su voz temblando mientras alcanzaba la manija de la puerta.
Pero antes de que pudiera moverse, una mano fuerte la sujetó por el brazo, tirando de ella hacia atrás.
—Shh, shh, tranquila —dijo el hombre del bigote, su tono ahora más afilado, como un cuchillo envuelto en terciopelo—. No hagas un escándalo.
—¡Ayuda! —gritó Ana, su voz rompiéndose mientras forcejeaba contra el agarre—. ¡Que alguien me ayude!
—¡Cállate! —espetó uno de los hombres de atrás, su voz un gruñido bajo—. Nadie te va a ayudar aquí.
Ana pateó, su cuerpo luchando contra el pánico que la paralizaba. El hombre del bigote se inclinó más cerca, su rostro a centímetros del suyo, y comenzó a besar su cuello, un roce húmedo y agresivo que le revolvió el estómago. No, no, no, pensó Ana, su mente dando tumbos. Ya no tengo fuerzas para pelear. Los besos bajaron a su mejilla, luego al borde de su clavícula, cada contacto como una chispa que quemaba su piel. Solo quiero desvanecerme, se dijo, cerrando los ojos con fuerza, como si pudiera borrar el mundo entero.
Editado: 24.09.2025