Tan efímero como un beso

Capítulo 9

Un estruendo rasgó la noche. La puerta de la camioneta se abrió de golpe, y una figura irrumpió en el espacio con una furia apenas contenida. Era Alberto. Su chaqueta de cuero colgaba desabrochada, su rostro endurecido por una rabia que parecía arder bajo su piel. Sin mediar palabra, agarró al hombre del bigote por el cuello de la camisa, arrancándolo del asiento con una fuerza que hizo crujir el metal del vehículo. El agresor chocó contra el pavimento con un gruñido, y antes de que pudiera reaccionar, Alberto lo inmovilizó con un movimiento rápido, sus puños descargándose con una precisión brutal pero controlada.

—¡Aléjate de ella! —rugió, su voz un trueno que cortó el aire frío, cargada de una intensidad que era tanto protectora como aterradora.

Ana, jadeante, se deslizó hacia la puerta abierta, sus manos temblando mientras se aferraba al borde del asiento. El eco de los besos no deseados aún quemaba su piel, un recordatorio punzante de su vulnerabilidad. Una vez más, él es el que me salva, pensó, su mirada fija en Alberto mientras golpeaba al hombre en el suelo, cada impacto resonando como un martillo contra su pecho. Pero la duda, alimentada por las palabras venenosas de Marina, se retorcía en su mente. ¿Es siquiera mejor que ellos?

Los otros dos hombres en la camioneta reaccionaron, bajándose con movimientos torpes, sus rostros crispados por la furia. El joven de rasgos aniñados blandió un puño, mientras el otro, más corpulento, intentó flanquear a Alberto. Pero él era un torbellino de fuerza y agilidad, esquivando un golpe con una rapidez felina y respondiendo con un puñetazo que envió al joven tambaleándose contra la camioneta. El tercero lo intentó, pero Alberto lo derribó con un movimiento preciso, su respiración agitada pero controlada, como si hubiera hecho esto antes.

Ana, congelada a unos pasos, no podía apartar los ojos de la escena. ¿De qué es capaz? pensó, su corazón latiendo desbocado. La imagen de Alberto, con su mandíbula tensa y sus manos manchadas de tierra y sangre, se mezclaba con las palabras de Marina: “Es un asesino, cariño.” ¿Quién es él? ¿Mi salvador? Los golpes seguían, cada uno más rápido, más feroz, pero nunca descontrolado. Alberto dominaba la pelea con una destreza que era tan impresionante como inquietante. ¿O un asesino?

El hombre del bigote, ahora en el suelo, levantó las manos en un gesto de rendición, su rostro magullado y su respiración entrecortada. Los otros dos retrocedieron, intercambiando miradas de derrota antes de correr hacia la camioneta. El motor rugió, y el vehículo se alejó a toda velocidad, sus luces traseras desvaneciéndose en la oscuridad de la calle.

Alberto se enderezó, su pecho subiendo y bajando con respiraciones pesadas. Se giró hacia Ana, limpiándose las manos en la chaqueta, sus ojos oscuros buscando los de ella bajo la luz fría del farol. Había una tormenta en su mirada: furia, culpa, y algo más profundo, algo que parecía suplicar por su confianza.

—Ana —dijo, su voz baja, casi rota, mientras se acercaba con pasos cautelosos, como si temiera que ella huyera de él también—. ¿Estás bien?

Ella asintió, aunque el temblor en sus manos la delataba. No podía hablar, no todavía. El pánico aún latía en su pecho, mezclado con la confusión que las palabras de Marina habían sembrado. Él me salvó, pensó, pero la imagen de su violencia, tan controlada y letal, le apretaba el corazón. Pero a qué costo.

—No debí dejarte sola —continuó él, pasándose una mano por el cabello, frustrado. Su rostro, iluminado por el farol, mostraba arañazos leves y un cansancio que iba más allá de la pelea—. No sabía que te irías así. Lo siento, Ana.

Ella tragó saliva, su voz apenas un susurro. ¿Quién eres, Alberto? —preguntó para sí, mientras las palabras escapando antes de que pudiera detenerlas—. Marina dijo… dijo que era un asesino. Y ahora loa descubro… —Hizo un gesto vago hacia el pavimento, donde aún quedaban marcas de la pelea—. ¿De qué eres capaz?

Alberto tensó la mandíbula, sus ojos oscureciéndose como si hubiera recibido un golpe invisible. Por un momento, pareció que no respondería. Luego, continúo pensando, tal vez Marina miente. O tal vez no, pero no como creo. —Hizo una pausa, sus manos apretándose en puños antes de relajarse—. No creo que sea un asesino, pero estoy segura en su pasado… no es limpio. Hay cosas que no te he contado, cosas que necesito saber.

Ana lo miró, atrapada entre el alivio de su presencia y la sombra de la duda. El frío de la noche se colaba bajo su sudadera, pero la mano de Alberto, que ahora tomaba la suya con una suavidad que contrastaba con la furia de minutos antes, era un ancla en la tormenta.

—Ven —murmuró él, su voz cargada de una urgencia que no admitía discusión—. Vamos a un lugar seguro. No aquí, no en medio de la calle.

Ana dejó que la guiara, sus dedos entrelazados con los de él, cálidos a pesar de todo. No sabía si podía confiar en él, no del todo. Pero en ese momento, con el eco del peligro aún resonando en sus oídos y la imagen de su pelea grabada en su mente, su mano era lo único que la mantenía en pie. Mientras caminaban hacia su auto, estacionado a unas calles de distancia, Ana no pudo evitar preguntarse: Si no es un asesino, ¿qué es lo que esconde? Y, más importante aún, ¿por qué mi corazón sigue queriendo creer en él?




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