El frío de la noche se colaba bajo la sudadera de Ana, pero no era nada comparado con el hielo que le recorría las venas. El eco de la camioneta aún resonaba en su mente: el olor a cigarrillo y cuero, las manos ásperas que la habían sujetado, el roce invasivo que le quemaba la piel como una marca invisible. Sus manos temblaban, aferradas a los bordes de su ropa, como si pudieran anclarla a una realidad que se deshacía con cada latido. A unos pasos, Alberto respiraba con dificultad, su figura recortada contra la luz ámbar de un farol. La sangre manchaba su chaqueta de cuero, y sus ojos, oscuros como pozos, buscaban los de ella con una mezcla de cansancio y culpa. Había irrumpido como un relámpago, arrancando a los maleantes de la camioneta con una furia que era tan salvadora como aterradora. Era la tercera vez que la rescataba, y sin embargo, Ana no podía dejar de preguntarse: ¿Quién es él?
—Ana, soy yo —dijo Alberto, su voz áspera, rota por el esfuerzo de la pelea. Se acercó con pasos torpes, limpiándose las manos en la chaqueta, como si pudiera borrar las marcas de la violencia—. ¿Qué pasa?
Ella lo miró, su rostro un torbellino de confusión y miedo. La imagen de él golpeando a los agresores, con una precisión brutal pero controlada, se mezclaba con las palabras de Marina, afiladas como un cuchillo: “Es un asesino, cariño.” Su corazón latía desbocado, atrapado entre la gratitud y la desconfianza. ¿Cómo podía sentirse tan segura y tan perdida a la vez?
—¿Sí? —respondió Ana, su voz temblando, apenas un susurro que se perdía en el murmullo de la ciudad—. ¿Y quién eres tú, Alberto? ¿Quién eres? No sé nada de ti. Nada. Excepto que… —tragó saliva, las palabras de Marina quemándole la garganta— eres un asesino.
Las palabras cayeron entre ellos como una piedra en un estanque, rompiendo el silencio con ondas de tensión. Alberto se detuvo, su rostro endureciéndose por un instante antes de suavizarse en una expresión de derrota. Sus hombros, aún tensos por la pelea, se hundieron ligeramente, como si cargara un peso que Ana no podía ver. No respondió de inmediato, sus ojos fijos en ella, buscando algo —quizá perdón, quizá comprensión— en el caos de su mirada.
—¿Cómo puedo confiar en ti? —insistió Ana, su voz quebrándose bajo el peso de la duda. Era una pregunta ilógica, lo sabía.
Él la había salvado tres veces: de su esposo, de su madre, y ahora de aquellos hombres que la habían tocado como si fuera un objeto. Pero la lógica no tenía cabida en el torbellino de su mente, donde el trauma de la agresión se mezclaba con el miedo a lo desconocido. ¿Quién era este hombre que se movía con la facilidad de un depredador y la culpa de un penitente?
Alberto suspiró, pasándose una mano por el cabello desordenado, dejando un rastro de sangre seca en su frente. Parecía agotado, no solo por la pelea, sino por algo más profundo, algo que lo carcomía desde adentro.
—No lo sé, Ana —admitió, su voz baja, casi suplicante—. No sé cómo hacer que confíes en mí. Pero hoy… hoy confiaste en mí, ¿no?
Ella apretó los puños, las uñas clavándose en sus palmas. Era verdad, pero no era suficiente. La imagen de sus manos ensangrentadas, la facilidad con la que había derribado a esos hombres, la hacía estremecer. ¿Era su salvador o una amenaza disfrazada? La duda era un veneno lento, y Marina lo había inyectado con precisión.
Alberto dio un paso más cerca, su mirada fija en ella, vulnerable pero firme.
—Sí, maté a un hombre —confesó, las palabras saliendo como si le arrancaran un pedazo de alma—. Pero no quería hacerlo, Ana. No soy un asesino. Fue… —hizo una pausa, su mandíbula tensándose, como si el recuerdo fuera una herida que aún sangraba—. Fue un error. Un maldito error que me atormenta cada día. Y ahora… —extendió una mano hacia ella, temblorosa, como una ofrenda de paz—. Ahora te pido, por favor, que confíes en mí una vez más.
Ana lo miró, atrapada en el borde de un abismo. La mano extendida de Alberto era una invitación, una súplica, pero también un recordatorio de la violencia que acababa de presenciar. A su alrededor, los maleantes yacían en el pavimento, sus gemidos apagados rompiendo el silencio de la noche. Uno de ellos, el del bigote, comenzaba a moverse, su mano tanteando el suelo como si buscara algo. Ana sintió un escalofrío. La amenaza no había terminado, y Alberto, herido y exhausto, seguía siendo su único escudo.
—Confía en mí —repitió él, su voz más suave ahora, casi rota.
Sus ojos, oscuros y cargados de una tormenta que ella no podía descifrar, parecían suplicarle que viera más allá de la sangre, más allá de las palabras de Marina.
Ana no respondió. Sus manos seguían temblando, el eco de los toques no deseados quemando su piel, el peso de las dudas aplastándola. Pero cuando miró a Alberto, vio algo más: no solo al hombre que había peleado por ella, sino al que ahora le pedía una oportunidad para redimirse. No sabía si podía confiar en él, no del todo. Pero en ese momento, con el frío de la noche envolviéndolos y el peligro aún acechando en las sombras, su mano era lo único que la mantenía anclada.
Lentamente, con el corazón en la garganta, insegura de extender su mano hacia la de él. Tocar sus dedos y entrelazarlos, y por un instante, el mundo pareció detenerse. Pero la noche no había terminado, y Ana sabía que las respuestas que buscaba —sobre Alberto, sobre su pasado, sobre ella misma— aún estaban enterradas en un lugar al que no estaba segura de querer llegar.
Editado: 06.10.2025