Tan efímero como un beso

Capítulo 11

El aire de la noche era un filo helado. Frente a ella, Alberto extendía su mano, los dedos temblorosos, como una súplica silenciosa. Sus ojos, cargados de una tormenta que ella no podía descifrar, parecían rogarle que viera más allá de la violencia, más allá de las palabras venenosas de Marina: “Es un asesino, cariño.” Ana, con el corazón en la garganta, sentía el peso de su propia duda, un veneno que se mezclaba con el eco de la agresión en la camioneta: las manos ásperas, el aliento rancio, el terror que aún le quemaba la piel. Había salvado su vida tres veces, y ahora, en ese callejón bañado por la luz ámbar de un farol, le pedía confiar en él una vez más.

Entonces, el tiempo se fracturó. Una sombra se alzó detrás de Alberto, rápida y silenciosa, como un depredador que emerge de la penumbra. Era el hombre del bigote, el líder de los maleantes, su rostro magullado pero torcido por una furia que destilaba venganza. La navaja en su mano brilló bajo la luz del farol, un destello fugaz que cortó el aire antes de hundirse en el estómago de Alberto con un sonido húmedo, casi imperceptible. El cuerpo de Alberto se tensó, sus ojos abriéndose en una mezcla de sorpresa y dolor, mientras un jadeo escapaba de sus labios.

—¡No! —gritó Ana, su voz rompiéndose en un alarido que rasgó la noche.

Sus manos, que no habían rozado las de Alberto, se quedaron congeladas en el aire, como si el mundo entero se hubiera detenido en ese instante de horror.

Alberto se tambaleó, su mano presionando instintivamente la herida, donde la sangre comenzaba a brotar, oscura y espesa, empapando su camiseta y goteando al pavimento. El maleante retrocedió un paso, la navaja aún en su mano, su respiración agitada pero triunfal. Por un segundo, sus ojos se cruzaron con los de Ana, y en ellos había una crueldad que la hizo estremecer, un destello de satisfacción que decía: Esto no ha terminado. Luego, sin una palabra, se giró y desapareció en las sombras del callejón, dejando tras de sí el eco de sus pasos y el olor metálico de la sangre.

Ana se lanzó hacia Alberto, sus rodillas golpeando el asfalto mientras lo sujetaba, como si pudiera evitar que se desvaneciera en el charco carmesí que se formaba bajo él.

—¡Alberto! ¡Alberto, por Dios! —gritó Ana, su voz quebrándose mientras lo sujetaba, como si pudiera sostenerlo en este mundo con la pura fuerza de su abrazo—. ¡Tenemos que llamar a una ambulancia, ahora!

—No —jadeó él, su mano apretando el brazo de Ana con una urgencia que la desconcertó—. Nada de ambulancias.

—¿Qué? —Ana lo miró, incrédula, el pánico trepando por su garganta.

La sangre seguía manando de la herida en el costado de Alberto, empapando su camiseta y tiñendo el asfalto de un rojo oscuro que parecía tragarse la luz.

—Tengo que… ir a casa —dijo él, su voz un hilo roto, apenas audible bajo el zumbido de la ciudad lejana—. Ayúdame a llegar al auto, Ana. Por favor.

Ella parpadeó, atrapada entre el horror y la incredulidad. ¿Cómo podía pedirle eso? ¿Cómo podía negarse a un hospital cuando su vida se escapaba con cada gota de sangre? Pero en sus ojos, oscuros y tormentosos, había algo más: no solo dolor, sino un secreto que lo ataba, una cadena invisible que lo hacía aferrarse a esa decisión absurda. Ana quiso gritarle, exigirle respuestas, pero el peso de su cuerpo contra el suyo la obligó a moverse.

—Está bien —murmuró, más para sí misma que para él, mientras lo ayudaba a ponerse en pie.

Su mente era un torbellino. Hace apenas unos minutos, esos hombres… pensó, y el recuerdo de sus manos, sus alientos, sus risas crueles la golpeó como un latigazo. La camioneta, la oscuridad, el roce invasivo en su piel. Y luego Alberto, irrumpiendo como un relámpago, salvándola de nuevo. Y ahora, mientras lo sostenía, con sus manos temblando bajo el peso de su cuerpo herido, Ana se preguntaba si confiar en él era un acto de fe o de locura. Ojala hubiera podido salvar su vida como él salvó la mía, pensó, la culpa y la confusión apretándole el pecho.

Con un esfuerzo que le arrancó un gemido, Alberto se apoyó en ella, y juntos avanzaron tambaleándose hacia el auto, estacionado a unas calles de distancia. Cada paso era una batalla, cada respiración de Alberto un recordatorio de lo cerca que estaba de desvanecerse. Ana lo guió, su brazo rodeando su cintura, sintiendo la calidez pegajosa de la sangre que se filtraba a través de su chaqueta. No puedo dejarlo morir, se dijo.

Llegaron a la casa de Alberto tras un trayecto que pareció eterno, el motor del auto rugiendo en la noche como un eco de su propia urgencia. Ana lo ayudó a entrar, el olor a cuero y whisky impregnado en las paredes golpeándola como un recuerdo de la noche anterior. Lo recostó en su cama, el colchón crujiendo bajo su peso.




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