Tan efímero como un beso

Capítulo 12

La habitación era ordenada: libros apilados en una esquina, una guitarra apoyada contra la pared, una botella de whisky a medio vaciar sobre una mesa. Todo en él parecía gritar contradicciones: violencia y ternura, peligro y redención.

—Alberto, te dije que debíamos ir al hospital —insistió Ana, su voz temblando de frustración mientras lo acomodaba contra las almohadas.

La sangre seguía goteando, formando un charco oscuro en las sábanas.

—Nada de hospitales —respondió él, su voz áspera pero firme, como si la sola idea lo anclara a la realidad—. Tengo… libertad condicional. Si me atrapan, volveré a la cárcel.

Ana se congeló, las palabras cayendo sobre ella como un peso muerto. ¿Libertad condicional? La revelación era una pieza más en el rompecabezas roto que era Alberto, y cada una parecía cortarla más profundamente. ¿Cárcel? ¿Por qué? La imagen de Marina, con su sonrisa venenosa, volvió a su mente. Pero también estaba él, frente a ella, desangrándose, vulnerable, suplicándole con los ojos que no lo abandonara.

—¿Dónde está tu kit de primeros auxilios? —preguntó Ana, su voz cortante, empujando el pánico a un rincón de su mente.

Necesitaba actuar, no pensar.

—En la cocina —jadeó él, señalando vagamente con una mano temblorosa—. En el cajón… debajo del fregadero.

Ana corrió, sus pasos resonando en el suelo de madera. La cocina no era un desastre: platos organizados, sartenes limpios colgando encima de la barra de la cocina, el olor a especias y café. Abrió cajones con frenesí, tirando cubiertos y trapos hasta que encontró el kit, una caja de plástico blanca con una cruz roja desvaída. “Sí”, murmuró para sí misma, aferrándose a la caja como si fuera un salvavidas. Regresó a la habitación, donde Alberto se había arrastrado hasta la mesa, una mano presionando su herida y la otra sosteniendo la botella de whisky.

—Trae la grapadora —dijo él, su voz más débil, pero con una determinación que la desarmó.

Se llevó la botella a los labios, dando un trago largo que le arrancó una mueca de dolor. El licor se derramó por su barbilla, mezclándose con la sangre seca en su piel.

—¿Una grapadora? —Ana lo miró, incrédula, su corazón latiendo desbocado—. ¿Para qué…?

—Está en la caja de herramientas —insistió él, señalando un rincón de la habitación—. Allí, en el armario.

Sin entender, pero movida por la urgencia en su voz, Ana buscó hasta dar con una caja metálica llena de herramientas. Sus manos temblaban al sacar la grapadora, un objeto pesado y frío que parecía fuera de lugar en ese momento de vida o muerte. Volvió junto a Alberto, que se había destapado la herida, revelando un corte profundo, irregular, que sangraba sin cesar.

—Vamos a remendar esto —dijo él, su voz quebrada pero firme, como si estuviera dando una orden en una cocina bajo presión—. Y tú… tendrás que hacerlo.

Ana lo miró, el pánico congelándola en su lugar. La herida era un caos de carne viva, sangre y piel desgarrada. Sus manos temblaron al sostener la grapadora, su mente gritando que no podía hacer esto, que no sabía cómo. Pero los ojos de Alberto, oscuros y suplicantes, la anclaron.

—No sé… no sé cómo —balbuceó, su voz apenas un susurro.

—Es como coser —dijo él, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos—. Solo… aprieta. Cierra la piel. Puedes hacerlo, Ana.

Ella tragó saliva, el peso de la grapadora en sus manos como un ancla en su tormenta interna. Alberto dio otro trago al whisky, su rostro contorsionándose mientras el licor quemaba su garganta. Luego, con un movimiento lento, apartó la mano de la herida, dejando el camino libre.

Ana se inclinó, sus manos temblando tanto que apenas podía sostener la herramienta. La primera grapa fue un desastre, el sonido metálico resonando como un disparo en la habitación silenciosa. Alberto gruñó, su cuerpo tensándose, pero no se quejó. Sus ojos se clavaron en los de ella, un silencio cargado de confianza y súplica.

—Sigue —murmuró él, su voz apenas audible—. Puedes hacerlo.

Ana apretó los dientes, las lágrimas quemándole los ojos mientras continuaba, cada grapa un acto de voluntad contra el horror. La sangre seguía goteando, pero la herida comenzaba a cerrarse, un parche torpe pero funcional. Cuando terminó, sus manos estaban cubiertas de sangre, y el cuerpo de Alberto temblaba, pero seguía consciente, su respiración irregular pero constante.

—Gracias —susurró él, apoyando la cabeza contra la almohada, exhausto.

Ana se dejó caer en una silla junto a la cama, su cuerpo temblando de adrenalina y miedo. Lo había hecho.

Ana no respondía. Sus ojos se perdieron en la sangre que manchaba sus manos, en la grapadora abandonada en la mesa, en el hombre roto que yacía frente a ella. Había atravesado el infierno esa noche, y algo le decía que apenas era el comienzo. Pero mientras miraba a Alberto, su respiración débil pero constante, una certeza se abrió paso en su corazón: no podía abandonarlo. No todavía.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.