Ana tomó la botella de whisky con las dos manos, como si fuera un cáliz envenenado. El cristal estaba caliente donde Alberto lo había sostenido. Dio un trago largo, brutal; el alcohol le quemó la garganta y le llenó los ojos de lágrimas que no eran solo por el ardor.
—Vamos —dijo, más para sí misma que para él.
Se arrodilló junto al sofá donde lo había acomodado. Alberto se había quitado la camiseta empapada en sangre; la herida era un tajo feo, largo, justo bajo las costillas, abierto como una boca que no dejaba de hablar rojo. Ana abrió la grapadora con dedos torpes.
La primera grapa entró con un chasquido metálico. Alberto apretó los dientes, el cuerpo entero se le tensó, un gemido bajo escapó de su garganta.
—Lo siento mucho —susurró ella, la voz rota—. ¿Otra?
Él abrió los ojos apenas, vidriosos de dolor y fiebre.
—Hazlo. Lo haces bien.
Esa voz ronca, casi tierna a pesar de todo, le dio el valor. Ana colocó la segunda grapa. Alberto recibió el impacto sin quejarse, solo un estremecimiento que le recorrió el torso. Tercera. Cuarta. Cada clic era un latido fuera de ritmo. Cuando terminó, la herida parecía una cremallera mal cerrada, pero ya no sangraba tanto.
Ana cortó gasa con los dientes, vendó con decisión, apretando lo justo para que no se moviera. Sus manos ya no temblaban tanto.
Alberto la observaba, la cabeza apoyada en el brazo del sofá, la respiración pesada.
—Eres tan increíble como pensé —murmuró.
—Alber…
—Ese beso no fue por nada, ¿verdad?
Ella soltó una risa amarga que sonó más a sollozo.
—¿En serio estás hablando del beso mientras te desangras?
—Pudiste haber muerto —dijo Ana, más seria—. Ven, te llevo a la cama.
Lo atendía en el sillón porque no había querido moverse al dormitorio. Ahora sí. Lo rodeó con el brazo sano; él dejó la botella en la mesita con un golpe sordo y se apoyó en ella. Pesaba más de lo que parecía, pero Ana lo guió paso a paso hasta la cama. Alberto se dejó caer, exhausto.
—Ahora descansa —le ordenó, acomodándole la almohada.
Iba a apartarse cuando unos dedos se cerraron alrededor de su meñique. Suaves, pero firmes.
—No —susurró él—. Quédate conmigo.
Ana lo miró. Tenía el rostro pálido, los labios casi blancos, pero los ojos seguían vivos, suplicantes. Algo dentro de ella se quebró. Negó con la cabeza, triste.
—No puedo.
Se soltó con suavidad.
—Sé lo que hiciste, Alberto.
Él cerró los ojos un segundo. Cuando los abrió, ya no había defensa posible.
—Sí —dijo simplemente—. Soy un asesino.
Lo dijo sin drama, como quien reconoce que llueve. Con todo el peso de quien sabe que esa palabra lo acompañará siempre, grabada en la frente para que nadie olvide.
—No necesitas esto en tu vida —añadió, la voz apenas audible—. Vete, Ana. Tienes razón.
Ella dio un paso hacia la puerta.
—Adiós, Alberto.
Él no contestó. Solo miró el techo, resignado, como quien ya ha perdido demasiadas veces y ya no discute con el destino.
Ana llegó al umbral. Puso la mano en el marco. Y no pudo avanzar.
«Por algún motivo, no pude irme», pensó. «Como si una cuerda invisible me atara a él, más fuerte que el miedo, más fuerte que la razón».
Se volvió lentamente. Alberto ya tenía los ojos cerrados, la respiración más lenta, al borde del sueño o del desmayo.
—«Y para nada somos extraños», se dijo.
Luego habló en voz alta, sabiendo que él ya no la oía:
—Me iré. Pero solo cuando sepa que estás a salvo.
Se acercó, contempló las vendas, la cara demacrada, los moratones que empezaban a florecer. Arrastró la silla hasta el borde de la cama, se sentó y apoyó la cabeza en el antebrazo, junto a la mano de él.
El cansancio la venció casi al instante. Se quedó dormida allí, vigilándolo, con la mejilla rozando apenas sus dedos.
Y fue entonces, en ese silencio frágil, cuando la puerta se abrió sin ruido.
Marina entró como quien tiene llave de todas las cerraduras del mundo. Llevaba un abrigo negro que le llegaba a las rodillas y una sonrisa fina, afilada como la navaja que había abierto a Alberto horas antes. Sus ojos recorrieron la habitación, se detuvieron en el hombre dormido, en la mujer desplomada a su lado.
Se acercó sin prisa, los tacones apenas rozando el suelo. Se detuvo junto a la cama, mirando a Ana con una mezcla de desprecio y curiosidad clínica.
Después miró a Alberto, inconsciente, vulnerable.
Ana no supo cuánto tiempo había dormido: un parpadeo, un latido perdido.
Un portazo seco la arrancó del sueño. El corazón le dio un vuelco tan violento que creyó que se le saldría por la boca.
Marina ya estaba dentro.
La lámpara de pie la recortaba como un cuchillo recién afilado. Miraba a Alberto dormido con esa mezcla enfermiza de dueño y verdugo, como quien contempla una herida que abrió con sus propias manos y aún disfruta viendo supurar.
—¿Qué carajos haces aquí? —preguntó Marina, la voz baja, peligrosa, sin gritar; no hacía falta.
Ana se incorporó despacio. Intentó que no le temblara la voz.
—Podría preguntarte lo mismo.
Marina sonrió. Fue una sonrisa lenta, helada, que no llegó a los ojos.
—¿Has estado… entreteniendo a Alberto? —pronunció la palabra «entreteniendo» como quien clava una aguja.
Sacó una llave del bolsillo del abrigo y la balanceó entre dos dedos, con la misma despreocupación con quien enseña un trofeo.
—¿Por qué tengo llaves de su departamento?
Editado: 22.11.2025