Ana sintió que el suelo se inclinaba. No contestó.
Marina con mucha calma, fue a la cajonera de la recamara y extrajo algo de encaje rojo, diminuto, y lo dejó caer sobre la mesita como quien tira una carta ganadora.
—¿Por qué mis pantis están aquí? —dijo, sin alzar la voz— ¿Algo más?
El silencio que siguió fue tan denso que dolía.
El pecho le subía y le bajaba con lentitud; la venda improvisada se había teñido otra vez de oscuro.
Marina se acercó un paso más.
Ana tragó saliva. Sentía la garganta llena de cristales rotos.
—No —dijo al fin, apenas un hilo de voz.
Marina arqueó una ceja, divertida.
Marina se quedó allí, regodeándose en la victoria que le brillaba en los ojos mientras Ana contemplaba el piso. Pero la satisfacción le duró apenas un segundo.
Alberto se movió en la cama, un quejido bajo, animal. Intentó girarse para ponerse de lado y el dolor lo atravesó como un rayo. El brazo izquierdo cayó pesado sobre el colchón y la camiseta empapada en sangre.
Marina vio la venda improvisada, el rojo oscuro que ya atravesaba la gasa y se extendía en una flor siniestra bajo las costillas. El aire se le congeló en la garganta.
—¿Qué carajos…? —susurró, la voz quebrándose—. ¿Alberto? ¡Alberto!
Se lanzó hacia la cama, las manos temblándole de verdad por primera vez. Le tocó la frente, ardía. Le apartó la tela con dedos torpes y vio las grapas, la carne hinchada, el desastre que Ana había intentado contener.
—No… cariño… —dijo, y la palabra «cariño» sonó extraña en su boca, como si la hubiera olvidado y ahora la recuperara a la fuerza—. ¿Qué te han hecho? Dios mío, Alberto…
Él no despertaba, pero el dolor lo arrastraba de nuevo hacia abajo.
Desde el umbral, Ana lo vio todo.
Vio a Marina inclinarse sobre él, vio cómo le acariciaba la mejilla con una ternura que parecía genuina. Vio cómo Alberto, en su delirio, alzaba apenas la mano buscando la de Ana y encontraba las de Marina.
Y comprendió, con una claridad que dolía más que cualquier navaja, que no pertenecía a esa escena.
No era su lugar.
Nunca lo había sido.
Sin hacer ruido, deslizó la mano dentro del bolso de la chaqueta negra de cuero que colgaba del perchero (una chaqueta que no era suya, pero que ahora tampoco le importaba) y sacó el celular de Alberto.
Después salió al pasillo, cerró la puerta con suavidad y se quedó allí un segundo, apoyada contra la pared, respirando como si acabara de correr kilómetros.
«Debí haberme ido antes», se dijo.
«Es un extraño.
Un extraño herido de muerte en cuya vida no pinto nada.
Tal como él no pinta nada en la mía.»
Las palabras resonaban huecas, pero las repitió igual, como un rezo que pudiera hacerlas ciertas.
Marcó con dedos que ya no temblaban.
—¿Rocío? —dijo cuando contestaron al otro lado—. De verdad necesito que nos veamos. Ahora.
Sí, te paso la ubicación.
Gracias.
Colgó.
Miró una última vez la puerta cerrada.
Del otro lado se oía la voz de Marina, rota, suplicante, llamándolo «cariño» una y otra vez.
Ana se guardó el teléfono en el bolsillo, se ajustó la sudadera que no era suya y bajó las escaleras sin mirar atrás.
La noche estaba fría, pero ya no le importaba.
El bar olía a humo viejo y a cerveza derramada. Una lámpara de neón rojo parpadeaba sobre la barra, tiñendo de sangre las caras.
A Rocío le sirvieron una copa de vino tinto. Lo probó, hizo una mueca y la dejó con desprecio.
—Vaya basurero —murmuró.
Ana no había pedido nada. Apoyaba los codos en la barra, los ojos perdidos en la nada.
—¿Y ahora a dónde voy? —preguntó en voz baja.
Rocío se encogió de hombros, como quien ya ha resuelto el mundo entero.
—¿Regresar con Diego, tal vez?
Ana soltó una risa seca, sin humor.
—Claro —dijo, cargando cada letra de sarcasmo—. Me meto en su cama y finjo que no hay olor a perfume de dama en las sábanas. Que no hay mensajes de «mujeres» en su celular.
Rocío le tomó el antebrazo con suavidad, casi maternal.
—Ana, es un hombre. Un tipo normal. Todos lo hacen. Tú actúas como si no hubieras visto nada y él conserva su reputación impecable. Todos contentos.
Ana la miró como si le hablara en otro idioma.
—¿Qué?
—Que puedes tener tus aventuras de vez en cuando —continuó Rocío, con una sonrisa cómplice—. Sabes perfectamente a lo que me refiero.
Ana retiró el brazo, horrorizada.
—No. No, no… ¿Cómo puedes decir eso?
Abrió la boca para seguir, pero Rocío ya no la escuchaba. Tenía los ojos clavados en algo (alguien) detrás de ella.
—Ni siquiera con él… —susurró Rocío, y su voz cambió por completo.
Ana frunció el ceño.
—¿Qué?
Rocío la obligó a girarse con la mirada.
—Mira.
Y allí estaba.
Alberto.
Entrando al bar, con su chaqueta negra de piel puesta, quizá la venda debajo de la camiseta asomando aún estaba manchada de un rojo más oscuro que el neón. Estaba pálido como un cadáver, pero erguido, vivo, imposible.
Los ojos de él recorrieron el local hasta encontrarla. Y cuando la encontró, algo se encendió en ellos: furia, alivio, reproche, todo a la vez.
Cruzó la multitud sin pedir permiso, como si el resto del mundo se apartara por instinto.
Ana sintió que se le secaba la garganta.
Alberto se detuvo a un metro. La voz le salió ronca, gastada, pero firme.
—Oye, ladrona.
El apodo cayó como un latigazo.
Ana se quedó sin aire. La sudadera gris de repente le pesaba toneladas. En el bolsillo interior, el celular de él vibraba contra su cadera como un corazón culpable.
Rocío soltó una risita baja, encantada con el espectáculo.
Ana ni siquiera la oyó.
Solo veía a Alberto, vivo, furioso.
Y supo que la noche aún no había terminado.
Editado: 22.11.2025