—Rebecca—
Mis dedos de ambas manos danzan en total sincronía en el teclado de mi Laptop, lo hacen de una manera tan natural que me siento Mozart tocando en un concierto, hay soltura y nada de esfuerzo, puesto que mi memoria ya recuerda cada sitio de tecla, la sinfonía solo es el increíble “clic” que sale mientras lógicamente son presionadas.
Me encuentro sentada en una mesa de una cafetería, algo hipócrita porque ni siquiera consumo su producto distintivo, no, prefiero una bebida frutal que bebo ahora.
Aunque admito que el lugar es cómodo para terminar de redactar mi informe que con soltura plasmo las palabras indicadas que deseo, ¿las pienso? No, no sé, pues solo me dejo llevar por lo que pretendo plasmar, ahora si que mi cerebro está adaptado como el de todos para hacerlo con continuidad y evitar el parafraseo. Bueno, es que también le sumo la experiencia de ello. Cuando recién comenzaba a redactar mis informes eran pensados letra por letra, punto por punto, pues creía que debía pensar con más decisión lo que pondría, sin saber que de todas formas la gente lo entendería.
No soy fanática de las computadoras, pues pese a mucha tecnología el guardado automático aún me falla, sí, lo admito soy yo la del problema pero eso no me lo haría una fiel pluma de tinta y una hoja de papel, no señor, ahí estaría escrito todo tal cual. Como ahora que tengo que volver a redactar un informe cuando ya lo había hecho pero tonta de mí no dio guardar. En fin, cosas de la vida distraída.
Bebo de mi vaso, aquí yo no pido el café más cargado ni el más liviano, pido esto siempre. Si ya dije, es una cafetería sin embargo, no me gusta el té, no me gusta el café ni el chocolate caliente. De hecho me cuestiono siempre que en verdad me gusta, pues ni yo misma lo sé, solo un día decido consumir algo y si me Siento cómoda se vuelve algo constante, volviendo al tema de las bebidas…
Odio el sabor del agua caliente y esas infusiones que no me saben a nada solo a enfermedad, esa es mi percepción de ello. El chocolate caliente no me gusta la leche, pero hipócritamente me bebo las nuevas “leches”, ya sabes las de avena, almendra o coco. En cuanto al café le di su oportunidad en alguna parte de mi vida, debí haber tenido como unos doce años, sin embargo no me gusto, uno: era demasiado amargo, dos: hacía daño a futuro, según había escuchado y desde entonces decidí no hacerlo, el café es para paladar de adulto. Que ve la vida rutinaria, así lo percibo, y una vez tomada la decisión no lo consumo, admitiendo que el aroma es uno de los pocos que me generan paz, huele a hogar, te sientes en confort, tal vez por eso la gente se vuelve adicta. Odio muchos aromas tal como el incienso, las velas aromáticas o los perfumes muy concertados pero curiosamente al café nunca le he sacado mala cara.
Así es la vida, hay veces que nos gusta el aroma de algo pero no su sabor, sonrió al pensar en ello, lo sé muy bien.
Mis dedos siguen en lo suyo, como si tuvieran pensamientos propios y nadie le dictara que hacer, me gusta el ritmo.
Estoy a un par de oraciones de terminar de redactar, suspiro un par de veces y me indico que para la próxima debo de guardar el documento antes de comenzar a escribir.
Una sombra se pone delante de mí, el lugar está lleno así que hablo:
—Está sola, puedes tomarla. — me refiero a la silla que yace frente de mí. Digo con fingida amabilidad.
No se inmuta la persona.
—En verdad puede llevarla no hay problema. —vuelvo a decir. Y esta vez sueno más amable y añado una pequeña sonrisa, apretada, pero sonrisa al fin de cuentas.
colocó el punto final al informe y me acomodó las gafas antes de voltearle a ver a la persona.
—No cambias nada Bee.
La mirada avanza por su cuerpo lentamente y percibo que se está riendo, la corbata azul se mueve con ligereza. Esa voz se instala en mi oído interno, y ese perfume, ese aroma hace que sea el protagonista de todo, pues las náuseas que siento son monumentales.
—¿Te conozco? —digo en tono serio.
—por supuesto, que me conoces.
—Hum, creo que no, y si fue así no le recuerdo. —vuelvo la mirada hacia la Laptop.
Recorre la silla y se sienta en ella.
—Vaya, que confianza. —el sarcasmo es notorio.
—Acerté, no cambias, mujer.
Lo miro incrédula.
—Ya le dije que no lo recuerdo.
Sí, siempre he sido una grosera, poco amable a decir verdad. Y ahora no estoy para tolerarlo. Ya dije que mi mañana no ha sido la mejor y viene un desconocido a hacerse el chistoso.
—pues yo te recuerdo muy bien, Rebecca Bélanger. O mejor dicho Bee.
Ese jodido apodo, trato de que no se note que la piel se me a erizado, o que trago saliva. He de ser buena y yo solo me concentro en sus dedos derechos tamborilear la mesa, evito mirar lo que tiene en ella como accesorio.
—Genial, sabe mi nombre, pero yo a usted no lo conozco. —lo miro con superioridad, —no debió ser importante el acercamiento que tuve con usted.
Vuelve a reírse. Y detiene el tamborileo, mira a otro lado y después a mi, nuestras miradas cruzan fugazmente.
—Sabes, siempre me molestaba cuando te referías a mi como usted o señor, pero me acostumbré y creo que hasta lo extrañé.
Lo miro con atención, él hace lo mismo.
—Pocas pistas, Señor. —bebo de mi vaso y miro la calle y los transeúntes. —si quiere llamar la atención vaya a otra mesa, si es tan amable.
—Es imposible que no sepas quien soy, pero te lo recuerdo con gusto, —me tiende la mano, —Alfred L. Cromwell. Fuimos juntos en el B. College.
Por educación estrecho su mano, dando un fuerte apretón, si yo creo no es tan educado eso.
—Ya caigo, sí, creo que tuvimos un par de clases juntos. Nada extraordinario.
Eleva una ceja. Su modo burlón, sin duda. Si yo tenía mal genio él era el doble, despota y pretensioso, se creía un pavo real. Por eso lo detestaba.