Te cuidaré de mi

1. Siete de la mañana.

DOMINIQUE

Rinnnggg. Rinnnggg. Rinnnggg.

Las siete de la mañana no son hora para ver gente. Ni para pensar, ni para existir. Y sin embargo, el timbre suena como si el mundo estuviera decidido a recordarme que no tengo escapatoria.

Mi pierna protesta —como todas las mañanas— con ese dolor profundo, insistente, que parece clavarse en el hueso. El bastón descansa junto a la mesa, testigo silencioso de mi estupidez por seguir viviendo en un segundo piso.

Knock. Knock. Knock.

Ahora golpean la puerta. Insistente. Persistente. Una maldición puntual.

Al tercer intento abro la puerta, solo para que deje de hacerlo.

—Buenos días, profesor Russell.

—Ajá.

Y cierro la puerta en cuanto termino de decirlo.

Regreso a la mesa, al café que ya empieza a enfriarse y al cigarrillo que sigue humeando. No es la primera vez que mi abuelo se entromete en mi vida, pero sí la primera en años en que lo hace con tanta elegancia: un chófer. Claro.

Después del accidente decidió que dejarme manejar era una irresponsabilidad. Que necesitaba “asistencia permanente”. No importó que le dijera —primero con educación, luego con insultos— que no quería ni su dinero ni su ayuda.

Tres meses después, sigo bajo la tortura de tener un chófer asignado. Uno que no solo conduce: sube mis escaleras, toca mi puerta, me recuerda mis horarios y —peor aún— parece disfrutarlo.

Tres meses de infierno con nombre y apellido: Leon Farrel.

Knock. Knock. Knock.

—Señor Russell, ya va retrasado quince minutos.

Suspiro. Me levanto. La pierna falla un poco, un tirón seco que sube desde la rodilla hasta la cadera. Maravilloso comienzo.

Camino hacia la puerta, despeinado, descalzo y con mi taza de café sosteniendo lo que queda de mi dignidad. Abro apenas, lo justo para mostrar mi cara de fastidio.

—¿Qué parte de “no” no entendiste hoy?

—La de “abrir la puerta”, señor Russell —responde, imperturbable.

Tiene ese maldito don de sonar respetuoso mientras me contradice. Lo miro, evaluando si vale la pena fingir dignidad o simplemente cerrarle la puerta de nuevo.

—Leon, si dejo de respirar, te aviso —gruño, y le cierro la puerta en la cara.

Perfecto.

Silencio.

Uno. Dos. Tres…

Knock. Knock. Knock.

Golpea otra vez. Más fuerte. Con una paciencia tan desquiciante como constante.

—Russell, abra la puerta. No me haga entrar por las malas.

—No puedes entrar —respondo desde la silla.

—Podría —dice tranquilo.

Y lo peor es que puede. Tiene llave.

Bebo un trago de café , resoplo… y cuando vuelve a golpear, me rindo. Abro.

—¿Contento?

—Debería estarlo, pero aún no ha salido del departamento.

Antes de que pueda cerrarle de nuevo, entra. Sin pedir permiso. Con una calma que me da ganas de gritarle… o reírme. No estoy seguro. Cierra la puerta, observa el lugar y me dedica una sonrisa mínima, casi invisible, que me irrita más de lo que debería.

Él está impecable. Yo parezco un gato atropellado. Sonriente a las siete de la mañana. Definitivamente un psicópata.

Tomo un sorbo de café. Frío. Perfecto.

El día prometía ser tan miserable como siempre.

LEON

Lo primero que veo cuando abre la puerta es un desastre. Un desastre hermoso, aunque jamás lo diría en voz alta.

Hay algo en su desorden que me golpea de lleno. Esa mezcla de vulnerabilidad y belleza involuntaria que Dominique tiene incluso cuando intenta ocultarse. El cabello revuelto cayéndole sobre la frente, las ojeras suavizando su gesto… haciéndolo ver más joven, más real.

El café en mano como si fuera un salvavidas.

Y esos ojos irritados, brillantes, que me miran como si fuera la peor parte de su mañana… pero no apartan la vista.

—Contento —me dice.

—Debería estarlo, pero aún no ha salido del departamento —respondo.

Entro sin pedir permiso. No porque pueda —aunque puedo— sino porque si espero a que él decida, nunca va a salir.

Él no lo sabe, pero lo sigo más por costumbre que por obligación. O tal vez ya ni sé cuál es cuál.

El departamento huele a café frío, cigarro… y algo más tenue. Él. A veces me molesta lo rápido que puedo distinguirlo.

—Buen día, señor Russell —digo, manteniéndome en mi papel.

Él me mira como si quisiera empujarme por las escaleras. Pero debajo de la irritación hay un destello distinto. Algo que no nombra.

—Veo que no está listo aún —comento mientras lo observo, aún descalzo y llegando tarde.

Frunce el ceño. Se mira, incómodo. Luego, sin responder, camina hacia su habitación. El bastón marca un ritmo suave en el piso. Algo en mí se tensa, no de preocupación… sino de algo más blando que no quiero analizar.

Pasan unos minutos.

Y cuando vuelve…

Cuando vuelve, me quedo sin aire.

Dominique aparece vestido, acomodándose todavía. Ajusta los puños de la camisa perfectamente planchada, abrocha el segundo botón del chaleco y luego —con ese gesto lento, casi ceremonioso— se pone el saco largo que cae sobre su cuerpo con una elegancia imposible de ignorar.

No debería mirarlo así. No debería gustarme tanto.

Pero me gusta.

Demasiado.

Se acomoda el cuello, pasa una mano por su cabello, aunque algunos mechones rebeldes siguen cayendo sobre su frente. Y yo solo… lo observo. Más de lo que debería.

—¿Qué? —pregunta él, incómodo pero desafiante.

—Nada —miento—. Te ves… mejor.

Mucho mejor. Increíble. Hermoso.
Pero no lo digo. Todavía no.

Cuando empieza a caminar hacia la puerta, escucho el bastón, firme, orgulloso. Y se me escapa una sonrisa pequeña, íntima. Casi dolorosa.

Innegable.

DOMINIQUE

La mañana está demasiado luminosa para mi humor. El aire huele a café… y a resignación.

Camino despacio hacia el coche. La pierna late como si quisiera recordarme que ya no soy el de antes.

Leon se adelanta —como siempre— y me abre la puerta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.