Te cuidaré de mi

2.Gomitas de ositos.

DOMINIQUE

Los lunes siempre me reciben igual: una tiza rota, un proyector que no funciona y treinta alumnos que creen que la Economía se aprende con memes. A veces pienso que debería pedir aumento; otras… que debería pedir vacaciones permanentes.

Cuando suena el timbre, recojo mis cosas con la precisión de quien hace un inventario. Orden. Silencio. Control. Tres conceptos que, en esta universidad, parecen materia optativa.

Salgo antes de que alguien me detenga con otra pregunta absurda sobre “cómo encontrar la motivación para estudiar economía”. La motivación… ojalá existiera una pastilla para eso.

La segunda mitad de mi día es peor: el infierno administrativo. Informes, planillas, presupuestos… un ejército de papeles que me mira con el mismo desprecio que yo les tengo a ellos.

Entre todo eso, el toque personal de Jennifer: papelitos de colores. Verdes, rosas, amarillos. Pegados en el monitor, en mi escritorio, incluso en mi agenda cerrada. Cada uno con su letra apretada y optimista:

“¡No olvides enviar el balance!”

“Recordá almorzar, no sobrevivís a café y sarcasmo.”

“Dormir también es productivo.”

Arranco el último con desgano, pero sonrío igual. Aunque nunca lo admitiría, esos papelitos son lo único medianamente humano en esta oficina.

Jennifer entra sin golpear, como siempre.

—Te traje café. Doble dosis. Sin azúcar, como tu carácter.
—Qué generosa. ¿A qué se debe?
—Sé que no puedo engañarte —dice, dejándome la taza—. Necesito tu ayuda. El profesor Brooklyn, el del taller de mañana, se enfermó y…

—No.
—¡Dominique! Vamos, ayúdame. ¿Sí?
—Sabés que odio los talleres.
—Sí, lo sé, Dom. Hay una gran lista de cosas que odiás. Solo por esta vez… —dice, haciendo un puchero.

—¡Jennie! ¿Sos la directora, no? Dejate de hacer esa cara.

—Vamos, Dom. Me conocés desde el jardín. Sabés que este puchero es solo para vos.

Suspiro y levanto una ceja.

—Ok, ok… ganaste. Te ayudaré.
Le hago un gesto para que aleje la taza de mis papeles.
—Si derramás eso, me retiro del sistema educativo.

—Por favor, si te retiraras esto colapsaría —responde sentándose frente a mí—. Pero ya que hablamos de colapsos… ¿dormiste algo?

—Definí “algo”.
—Más de tres horas. Sin pastillas.
—Entonces no.

Su expresión se suaviza. Raro verla callada.

Jennifer es ruido amable. Movimiento. Vida. Y a veces… una molestia necesaria.

—Dominique, no podés seguir así. Estás haciendo dos trabajos, comés mal y tenés ojeras que podrían tener su propio correo electrónico.

—Estoy bien.
—No. Estás en automático. Y el automático también se queda sin batería.

Deja un sobre en mi escritorio.

—Ya lo pedí.
—¿Qué pediste?
—Un asistente.

—Jennifer.
—Dominique —me imita, burlona—. Necesitás ayuda.

—No necesito a nadie.
—Por eso la vas a tener.

La miro, esperando que retroceda. No lo hace. Nunca lo hace.
Suspira, se levanta y pega otro papelito en mi monitor. Rosado.

“A veces dejar que te ayuden también es una forma de control.”

La puerta se cierra detrás de ella.

El silencio vuelve, espeso. Miro el sobre. La taza. Los post-its.
Tal vez —solo tal vez— tenga razón.

Pero no se lo voy a decir jamás.

—Un asistente… justo lo que me faltaba —murmuro, saliendo del edificio.

Después de la traición de mi amiga necesito un cigarrillo con urgencia . Jennifer logró arruinarme lo que quedaba del día con solo una palabra : asistente.

Entro al supermercado. Como los cigarrillos están en la caja, agarro un paquete de gomitas de osos para justificar la espera.

Después de diez minutos, la fila no avanza. La señora adelante habla por celular como si fuera dueña del planeta.

Miro a la caja y ahí está mi “chofer”. Coqueteando. Muy seguro de sí mismo.

—¿Se podrá agilizar el trámite? Algunos queremos comprar, no conseguir citas en el supermercado —digo, fuerte.

La cajera se sonroja, pasa todo rápido.

León da la vuelta, bolsa en mano. Sus ojos caen sobre mis gomitas.

—¿Gomitas de ositos, señor Russell? —dice con una sonrisa burlona.

Me dan ganas de maldecirlo.
Tiro el paquete a un costado.

—Solo las levanté… se habían caído —miento.

Su sonrisa crece. Se acerca demasiado.

—Lo espero en el auto, profesor —susurra.

Lo insulto mentalmente durante toda la fila. Pago y salgo sin mirarlo. Subo al auto y cierro la puerta con un golpe controlado.

LEÓN

Me apoyo en el asiento mientras él sube, rígido como siempre, como si la puerta pudiera protegerlo de mí.

Dominique Russell: el único hombre capaz de comprar gomitas como un niño… y tirarlas como si fueran evidencia incriminatoria.

Claramente esta irritado .No me saluda. No comenta el clima. Nada.Un muro perfecto .

Su ceño fruncido podría ganar premios. Las ojeras, en cambio… esas me preocupan.

—¿Buen día en la oficina, profesor? —pregunto.

Silencio.

Su boca tiembla apenas; es su forma de no insultarme.

Sonrío.

—¿O solo vengo en mal momento?

Esta vez sí me mira. Oscuro. Cansado. Y por un segundo me pregunto cuántas cosas guarda este hombre… y por qué demonios me importa tanto.

El camino transcurre en ese silencio rígido que él cree que controla.

Cuando estaciono, ya está sacándose el cinturón.

—Tranquilo —digo—. Todavía no estamos incendiando nada.
—No des ideas —responde, seco.

Lo sigo hasta su edificio. Camina rápido, tratando de deshacerse de mí.

En el ascensor se detiene. Respira hondo.
Cualquiera no lo notaría. Yo sí.

—¿Está bien, señor Russell?
—Perfecto —dice demasiado rápido.

Traducción: no está bien.

Llegamos a su piso. Abre la puerta con la mano apenas temblorosa.

—Podés irte.

Y me cierra la puerta en la cara.

Cierro los ojos, sonrío.




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