Te cuidaré de mi

3.El asistente.

DOMINIQUE

Dormí poco. En realidad, no dormí. Me quedé mirando el techo hasta que la noche se rindió y el amanecer me encontró exactamente igual: mandíbula tensa y mi mente hecha un torbellino.

El café no me salva. Mis apuntes del taller no me salvan.
Y mi paciencia murió ayer.

Leon toca bocina dos veces frente a mi edificio, como si fuera la alarma de un barco anunciando mi desgracia. Con eso solo ya arruina mi desayuno. Subo al auto con la carpeta bajo el brazo y el mal humor pegado al cuerpo como una segunda piel.

—Buen día —dice él.

—No exageremos.

No responde. Arranca el auto con esa serenidad que me irrita porque nunca logro descifrar si es genuina o si la usa como arma contra mis estados de ánimo. El silencio se estira, roto apenas por el ruido de las hojas que paso sin leer.

Finjo que repaso el programa del taller, pero en realidad trato de ordenar mis ideas para no enloquecer antes de llegar.

—Tiene taller hoy, ¿no? —pregunta finalmente.

—Sí —murmuro—. Una pérdida de tiempo con título académico.

—Podría fingir entusiasmo.

—Podrías fingir que te importa.

—No hace falta fingir.

Me quedo quieto. A veces creo que Leon disfruta empujar mis límites, probar hasta qué punto puedo soportarlo antes de estallar.
Y lo peor es que lo hace… siendo amable. O algo parecido.

Cuando llegamos, me bajo antes de que frene del todo. Lo escucho suspirar, como si mis pequeñas rebeliones ya fueran parte del protocolo de la mañana.

El taller

Es una tortura.
Alumnos distraídos. Una presentación improvisada por alguien que odia su trabajo. El proyector muriendo en mitad de mi explicación.

Jennifer insiste en que “acercarme a los estudiantes de primer año” es buena idea. Yo insisto en que no lo es. Nadie escucha. Todos bostezan. Mi rodilla late como si tuviera un clavo incrustado.

Dos horas después salgo con dolor de cabeza, olor a marcador y la sensación de haber perdido años de vida. Nada más alejado de mi vocación.

Quiero silencio. Un minuto. Un respiro. Algo.

Pero por supuesto, ahí está Jennifer.
Pegada al marco de la puerta, sosteniendo una carpeta llena de colores que ya me irrita de solo verla .

Su expresión se ilumina apenas me detecta, como si yo fuera la unica farola prendida en la oscuridad.

—¿Sobreviviste? —pregunta con una sonrisa demasiado amplia para mi estado mental.

—Técnicamente. —

—Uh, esa cara… —me señala con el lápiz que sostiene—. Ese proyector te odió personalmente, ¿no?

—No fue el único.

Se ríe suave, disfrutando mi miseria como si fuera un postre ligero. Camina a mi lado y, sin permiso, me agarra del brazo como si yo fuera un anciano o estuviera a punto de morir.

—Vamos a la oficina. Necesito mostrarte algo.

—¿Es urgente? Preferiría tirarme por la escalera.

—Sí, es urgente. Y no, no te voy a dejar tirarte por ningún lado. Aunque te haría bien una siesta.

Pongo los ojos en blanco, pero la sigo. Mi rodilla protesta a cada paso. Jennifer lo nota, por supuesto.

—Dormiste pésimo —dice.

—No sabía que eras psíquica.

—Tu cara me lo dijo antes de que hablaras.

Llegamos. Ella abre la puerta antes que yo, como si temiera que escape.

El silencio de mi oficina me abraza. Cierro los ojos un segundo.

Jennifer deja la carpeta en mi escritorio.

—Ok. Esta es la parte donde fingís que no querés matarme. Pero necesitamos hablar.

—Jennifer…

—Dominique —interrumpe—. Sentate. Y antes de protestar: sí, Leon te está esperando afuera. Y sí, puede esperar dos minutos. No se va a ofender.

Mi estómago se aprieta al escuchar su nombre. Me siento igual. No tengo energía para luchar.

Ella sonríe victoriosa.

Peligroso.

Abre la carpeta y golpea suavemente la tapa, como si fuera a anunciar mi sentencia.

—Quiero que escuches sin reaccionar. Todavía.

—Si esto es sobre el asistente, no lo necesito.

—Sí —dice sin dudar—, lo necesitás. Más que nadie acá. Alguien que te ayude con talleres, presentaciones, archivos, horarios… con vos mismo, básicamente.

Abro la boca para protestar. Ella levanta un dedo.

—Todavía no terminé. Sé que estás indignado desde que recibiste la noticia, pero todavía no sabés quién es.

Me cruzo de brazos.

—¿Quién es el pobre infeliz que va a arrepentirse en dos semanas?

Jennifer sonríe. Demasiado.

—Es alguien que ya conocés.

—Eso no reduce mis opciones —respondo con sarcasmo—. Soy bastante odiado en esta facultad.

—No seas dramático. Te temen un poquito, sí, pero…

—Jennifer.

—Perdón. A lo que iba: tu asistente es…

Pausa teatral.

—Decilo.

Jennifer suelta una sonrisa amplia. Muy amplia. Demasiado amplia.

Mala señal.

—Leon.

La palabra me atraviesa como un balde de agua helada. Me quedo mirándola, sin parpadear. Por un segundo creo que escuché mal.

—¿…qué? ¿Qué Leon?

—Leon —repite—. Tu Leon.

—No es mi Leon —digo demasiado rápido para sonar convincente. Jennifer alza las cejas de una manera que detesto profundamente.

—Bueno, “solo Leon”, entonces. Va a ser tu asistente.

—No —respondo de inmediato—. No, no, no. Él no.

—Dominique —dice suave—. Te va a hacer bien.

—Me va a volver loco.

—Ya estás loco —sonríe—. Al menos vas a tener a alguien que te ordene.

Me paso una mano por la cara. No sé si reír o escapar.

—Él aceptó enseguida —agrega—. Dijo que ya te ayuda siempre, que no cambia mucho.

Mi corazón golpea más fuerte. Odio que sea así. Tan servicial. Tan... él.

—Decí algo —pide.

La miro, exasperado, agotado, derrotado.

—¿Estás disfrutando esto? —le pregunto.

—Muchísimo —responde sin vergüenza.

—Te va a venir bien —dice con una suavidad sospechosa—. Y no pongas esa cara, ya sé lo que estás pensando.

—¿Ah, sí?




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.