León
Empujo la puerta principal de la universidad y el eco del pasillo me recibe como siempre: olor a café recalentado, papeles húmedos y gente apurada que cree que tiene problemas más grandes que los míos. Respiro hondo. Vengo de firmar trámites, autorizaciones, sellos… otro día siendo el burro de carga administrativo del hombre más insoportable —y más… atrayente, aunque me niegue a admitirlo— que conocí en mi vida.
Camino, paso a paso, hacia su oficina. Mis botas resuenan fuerte, a propósito. A ver si así, al menos, ese profesor de hielo levanta la cabeza cuando entre. Un mes. Un mes entero trabajando como su asistente y ¿cuántas palabras me dijo? Cinco. Y tres fueron para mandarme callar.
Y lo peor: me gusta. Me gusta que me mande. Me gusta que frunza el ceño. Me gusta cuando cierra la puerta de golpe porque no quiere que lo vea cansado. Estoy enfermo.
Cargo la carpeta enorme contra mi pecho mientras esquivo un grupo de estudiantes. Pienso en las últimas semanas: papeles, firmas, organizar su agenda, meterlo a la fuerza en el auto cuando anda rengueando más de lo normal, llevarlo y traerlo porque “no necesito chofer, Leon”, pero después se sube sin rechistar. Y silencio. Silencio eterno de su parte.
Y acá estoy, como un idiota, pensando en qué maldad podría hacerle hoy para que me mire. Aunque sea con odio. Lo que sea con tal de romper ese muro perfecto que tiene puesto.
—Podría moverle el bastón de lugar —murmuro para mí mientras subo las escaleras—. Nah, muy cruel… aunque… haría una cara preciosa.
Me río solo. Un estudiante me mira raro. Que mire.
—O podría desordenarle los papeles. Eso sí lo enoja. Se le pone roja la punta de las orejas… —y sonrío, porque lo he visto, y es adorable.
Me detengo frente a la puerta de su oficina. La famosa puerta. Mi campo de batalla. Apoyo la mano en el picaporte, pero no lo giro todavía. Me inclino apenas hacia la madera, como si pudiera escuchar su respiración detrás.
—Vamos, Dominique… hoy aunque sea odiame un poquito —susurro con una sonrisa ladeada.
Y abro la puerta.
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Dominique
Otra mañana igual: la oficina inundada de papeles, carpetas abiertas como heridas, teléfonos sonando, correos que no dejo de ignorar. Me arde la cabeza. No he almorzado. No pienso almorzar. No puedo perder un minuto más, no hoy.
Para colmo de todo, no sé dónde está mi agenda. La tuve ayer. La dejé en el segundo cajón, como siempre. Pero ahora… no está. Abro el cajón otra vez. Lo cierro. Lo vuelvo a abrir. Ridículo. Como si fuera a aparecer por arte de magia.
Escucho la puerta abrirse sin un solo golpe previo. Por supuesto. Leon. Entra como si el piso fuera suyo, como si cada papel de esta mesa le respondiera, como si… como si yo fuera suyo también. No sé qué es lo que más me molesta.
Mi respiración ya está cambiando. Odio cuando pasa esto. Odio no recordar exactamente dónde la dejé. Odio depender de ella. Odio sentir que perdí el control de algo tan simple. Y odio aún más que él esté ahí, apoyado en el marco de la puerta, mirándome como si le resultara divertido.
Se queda ahí parado, mirándome. Ni saluda. Ni se acomoda el pelo despeinado. Solo… me mira.
Los segundos pasan. Uno, dos, tres… ¿Va a decir algo? ¿Va a irse? No. Solo sigue ahí, respirando tan tranquilo como si el mundo no estuviera cayéndosele encima.
Mi ceja tiembla. Siento cómo se tensa la mandíbula. Finalmente levanto la vista, lo atravieso con una mirada gélida.
—¿Qué? —escupo la palabra.
Leon sonríe. Una sonrisa lenta, de esas que no deberían existir en una oficina, ni frente a mí, ni hoy.
—¿Perdió algo, profesor? —pregunta, con esa voz suave, burlona, que siempre me irrita más de lo que debería.
No lo miro. Si lo miro, voy a perder.
—Mi agenda —digo. Seco. Cortante.
Siento sus pasos acercarse. No debería poder escuchar el sonido de sus botas tan claramente, pero lo hago. Siempre lo hago.
—Hmm… ¿Y no la dejó por ahí? —dice, como si no fuera obvio que estoy revisando “por ahí”.
Aprieto los labios. No respondo. Abro otro cajón. Nada. Mi mandíbula se tensa. Mi sien late.
—Leon… —lo digo bajo, avisándole que si está jugando, no es gracioso. Porque lo conozco. Porque es capaz—. ¿Vos la viste? —pregunto, finalmente mirándolo.
Y ahí está su sonrisa. Esa sonrisa insolente que usa cuando cree que tiene poder sobre mí.
—Puede ser —dice—. Pero no quiero acusar a nadie.
Ese “puede ser” me sube la temperatura. Siento las orejas calientes. No por vergüenza. Por ira. Estoy a punto de decir algo, cuando él levanta la vista hacia arriba, a la repisa alta.
Sigo esa dirección, sin pensar. Y la veo. Mi agenda. A casi dos metros de altura.
Mi pecho se hunde. Es un golpe seco: frustración… mezclada con ganas de matarlo. Porque él sabe que yo no llego ahí sin esfuerzo. Y lo hizo a propósito.
—Sos… —empiezo, pero no termino la frase. Porque si la termino, le doy más poder.
Voy hacia la repisa, pero Leon se adelanta, trepa sin dificultad y la agarra antes de que yo pueda alcanzar siquiera el borde. Se acerca. Me la entrega en la mano. Demasiado cerca.
Mi garganta se cierra. No sé si es rabia. No sé si es otra cosa.
—Ahí está, jefe —dice bajito—. Siempre listo para asistirlo.
Trago saliva. Lo odio. Lo odio tanto que casi es otra cosa.
—Leon… —murmuro, las palabras empujándose entre mis dientes—… te juro que voy a encontrar una manera de despedirte.
Pero él no se mueve. No retrocede. En vez de eso… da un paso más hacia mí.
Mi respiración tropieza. No entiendo por qué está tan cerca. No entiendo qué busca. No entiendo por qué no puedo apartarme. Hasta que lo siento inclinarse. Su boca tan cerca de mi oído que mi piel se eriza entera.
Y me dice:
—Dominique…
Mi nombre. Mi maldito nombre. Dicho así.
Siento el corazón golpearme cruelmente el pecho. Me tenso, me congelo, me sonrojo —lo sé, puedo sentir el calor subir. Qué humillación.