LEON
Lo veo arrodillado y siento cómo algo me golpea en el pecho. No es solo enojo. Es miedo. Es la imagen exacta de lo que no quiero volver a ver: él esforzándose más allá de lo que su cuerpo le permite, como si valiera menos que cualquiera de estos malditos archivos.
Cuando intento ayudarlo, se revuelve como si yo fuera el enemigo. Y sé que está enojado, sé que odia que lo vea vulnerable… pero no pienso dejar que se lastime más.
—Levantate —le digo, firme.
Dice que puede solo. No puede. Su respiración lo delata, su pierna tiembla. Así que lo agarro y lo levanto igual. Él lucha, claro que lucha. Dominique no sabe aceptar que alguien lo sostenga. Hace fuerza para no apoyar el peso en mí, pero cada vez que intenta poner el pie en el piso suelta un jadeo que me eriza los nervios.
—Basta —murmuro, apretando un poco más mi brazo alrededor de su cintura—. No seas terco.
Camino unos pasos hasta donde el pasillo se ensancha. Él va rígido contra mí, como si prefiriera caerse antes que admitir que lo estoy sosteniendo. Eso me enfurece. Y me preocupa. Al mismo tiempo.
Lo giro para mirarlo mejor y, antes de que pueda escaparse, lo apoyo contra la pared. Queda atrapado entre la pared y mi cuerpo, aunque no lo toco del todo. Pongo una mano al lado de su cabeza. La otra, cerca de su muslo, donde sé que le duele.
—Movete —gruñe él.
Como si fuera a hacerle caso.
—Quiero ver cómo tenés la pierna —digo sin bajar el tono. No estoy pidiendo permiso.
Él intenta apartarse… y se quiebra un poco. Apenas. Un gesto mínimo. Un temblor. Pero suficiente.
—No necesito que me revises —escupe, como si eso fuera a detenerme.
Lo miro directo a los ojos y bajo la voz.
—Entonces dejá de temblar, Dominique.
Traga saliva. Se enfurece. Se avergüenza. Todo junto. Estoy tan cerca que puedo ver cada reacción mínima en su rostro.
Quiero revisarle la pierna. Quiero cuidarlo. Y quiero que deje de huir cada vez que lo toco.
Y entonces me cae la ficha. Esa rigidez no es de ahora. No debería dolerle así… no después de tantos meses.
—¿Cuándo fue la última vez que hiciste fisioterapia? —pregunto.
Él se tensa. Evita mi mirada. Ese silencio me lo dice todo.
—Dominique —repito, bajo—. ¿Cuándo?
—No es asunto tuyo —dispara, a la defensiva.
Ahí se me incendia algo adentro. Ese orgullo suyo. Esa manía de castigarse solo.
—¿Meses? —insisto.
—Leon… —advierte.
—Meses —confirmo yo, sintiendo la rabia mezclarse con la preocupación—. No puedo creer que seas tan irresponsable con vos mismo.
Intenta empujarme, aunque está temblando.
—No te metas en mi vida —gruñe.
—Me estoy metiendo porque vos no lo hacés —respondo, y suena más duro de lo que esperaba—. Y porque si seguís así te vas a quedar sin poder caminar bien.
Abre la boca para contestar, para insultarme… pero no le doy tiempo. Me agacho y deslizo mi mano por su muslo, justo donde empieza la tensión. Él se sobresalta.
—Leon… ¿qué hacés?
—¿Qué hago? —repito, sin dejar de presionar su pierna—. Aflojarte el músculo, ¿qué otra cosa?
Y sí —agrego, inclinándome un poco—. Sé perfectamente dónde tocar. Lo aprendí. Y me sale muy bien.
Ahí lo siento. El espasmo. La onda de dolor que lo recorre entero. Dominique deja escapar un jadeo que intenta tragarse pero no puede. Su mano se estrella contra la pared buscando sostén. Yo presiono un poco más, confirmando dónde está peor.
—No… —susurra entre dientes—. No hagas eso…
—Callate —murmuro, sin suavidad—. Estás hecho un desastre. Y esto te está lastimando más.
Él respira rápido, como si el dolor lo ahogara, y yo sigo masajeando, más firme, más decidido. No voy a dejarlo así. No voy a permitir que se siga rompiendo por orgullo. Está atrapado entre la pared y mis manos. Pensé que iba a empujarme otra vez. Que iba a gritar. Pero ahora solo tiembla. De dolor…
Yo también lo siento. La cercanía. Su calor. Su resistencia derritiéndose apenas. Pero sigo. Enojado. Frustrado. Decidido. Porque si él no va a cuidarse… entonces voy a hacerlo yo. Pero él sigue entre la pared y mi brazo, tratando de fingir que no está a punto de ceder.
Me levanto y voy por la silla del depósito. La traigo sin escucharlo.
—Leon, no. No me voy a—
Lo siento igual, firme pero cuidadoso. Sus manos se aferran a los bordes del asiento. El dolor le dobla el cuerpo.
—Quedate quieto —ordeno, colocándome frente a él—. Si no cooperás, va a doler más.
—¡Ya está doliendo!
—Bien. Eso significa que estoy en el lugar correcto.
Inclina la cabeza, la frente casi rozando su rodilla sana, ahogado por un gemido involuntario.
—Leon… basta…
—No voy a parar —digo, terco—. Hasta que esto deje de estar así.
Él ahoga un quejido. Un sonido pequeño, corto, pero que me corta el aire. Sus manos se aferran a la silla como si la estuviera rompiendo. El sudor le cae por la sien.
—Dominique, ¿comiste algo hoy? —pregunto, pero su silencio es la respuesta.
Me hierve la sangre.
—¿Dormiste?
Nada. Solo su respiración, cada vez más irregular.
—¿Sabés qué? —digo, con una mezcla absurda de bronca y miedo—. Me tenés cansado. Si vos no te vas a cuidar, alguien lo tiene que hacer.
Presiono un punto más profundo, donde sé que está el nudo principal de la contractura. Dominique se dobla hacia adelante, prácticamente se le escapa un grito, pero igual intenta enderezarse. Él siempre lucha. Siempre. Y eso… me destruye.
—Leon… basta… —jadea, agarrándose la pierna, doblado de dolor.
—No voy a parar —respondo, firme, terco, totalmente decidido— hasta que esto se afloje y vos dejes de lastimarte solo.
Pero entonces cambia algo. Un quiebre. Dominique se arquea hacia mí… y no vuelve a incorporarse.
—¿Dominique?
Levanta una mano, intenta decir algo… nada. El pecho se le mueve de forma irregular. Los dedos tiemblan. Los ojos se le nublan.