DOMINIQUE
El auto avanzaba hacia la universidad y yo intentaba no quedarme dormido con la cabeza contra la ventana. Otra noche sin dormir. Otra mañana insoportable. Y, para colmo, Leon manejando al lado mío… demasiado tranquilo para mi gusto.
El dolor en la pierna latía como un recordatorio insistente. Cada sacudida del auto, cada vibración mínima, me traía de vuelta la escena del depósito. Sus manos. Su maldito empeño en meterlas donde no lo llamaban. Su enojo. Y mi cuerpo rindiéndose descaradamente.
Apreté los dientes. Me froté los ojos con fuerza, tratando de borrar tanto el sueño acumulado como la imagen de Leon inclinándose sobre mí, sosteniéndome como si fuera… frágil. Solo de pensarlo me subía un calor insoportable al pecho.
El sol de la mañana me pegaba de lleno en la cara, calentándola más de lo que quería. Genial. Perfecto para aumentar mi mal humor.
—¿Dormiste algo? —preguntó Leon sin apartar la vista del camino, como si tuviera derecho a saber.
—No —respondí seco. ¿Qué quería, que le recitara un poema también?
—Se nota —murmuró, demasiado bajo… pero lo escuché igual.
Rodé los ojos. Me acomodé en el asiento, pero la pierna me dio una punzada tan intensa que tuve que agarrarme del apoyabrazos. Fingí que estaba ajustando mi saco, por supuesto. No le iba a dar el gusto.
Leon deslizó una mirada rápida hacia mí. La odié. Odié lo preciso que era para notar cualquier cosa que quisiera esconder.
—Dominique… —empezó.
—No empieces —lo corté.
Él bufó. Yo apreté la mandíbula. El camino se hizo más largo y mi paciencia más corta.
Y, aun así, entre el cansancio, el dolor y el mal humor… una parte de mí sabía perfectamente que, si no fuera por él, quizá ni estaría sentado ahí, en ese auto. No lo iba a admitir. Pero lo sabía.
Otra punzada. Aguda, profunda, cortante. No la vi venir. No pude morderla, ni tragármela, ni esconderla debajo del asiento. Un quejido se me escapó entre los dientes antes de poder frenarlo.
—Ah—… mierda.
Leon giró la cabeza al instante, ojos filosos, postura rígida. Y antes de que pudiera inventar alguna excusa, movió el volante bruscamente y estacionó el auto en el primer hueco que encontró. Ni siquiera miró si era legal. A él no le importaba.
—¿Qué estás haciendo? —espeté, intentando enderezarme.
No me dio tiempo. Se inclinó hacia mí, demasiado cerca, lo suficiente para que el respaldo del asiento me frenara. Su brazo pasó por encima, firme, encerrándome entre su pecho y la puerta. Su sombra me cubrió.
—A ver —dijo con ese tono que usaba cuando ya no estaba negociando nada.
—Leon, no. No empecés—
—Dominique —me cortó, despacio, con una calma que era pura tensión contenida—. Te guste o no, voy a hacerte masajes todos los días hasta que esto mejore.
Creí haber escuchado mal.
—¿Qué?
—Todos. Los. Días —cada palabra bajaba más grave, más firme—. Me voy a asegurar de que te recuperes. Aunque tengas que maldecirme cada mañana.
Me quedé un segundo… congelado. Sorpresa. Molestia. Orgullo herido. Todo junto.
—¿Estás demente? —le espeté, empujándolo del pecho con una mano, sin éxito—. No me digas lo que tengo que—
—Lo voy a hacer igual —me interrumpió—. Porque si no lo hago yo, vos no lo hacés.
Me ardieron las orejas.
—¡Esa no es tu decisión! ¡No tenés derecho!
—No —frunció el ceño, acercándose aún más—. Pero soy la única persona que se está preocupando por vos ahora mismo.
Eso me hizo callar. Un golpe directo, certero.
—No necesito … —intenté, pero la voz se me quebró de rabia contenida.
—Sí. Necesitás —contradijo con la misma firmeza.
Quise patearlo. Quise gritarle. Quise… no sentir ese pinchazo en el pecho que mezclaba enojo con rabia.
—Leon… —murmuré, sin saber si era advertencia o súplica.
—No vuelvas a esconder el dolor frente a mí —ordenó—. No pienso permitirlo.
Me mordí la lengua para no responder algo peor. Él se apartó apenas, pero su mirada seguía clavada en mí, calculándome, descifrando todo lo que yo intentaba desesperadamente ocultar.
Y ahí, en ese maldito estacionamiento improvisado, con el sol golpeando el parabrisas y mi pulso acelerado, entendí algo que me irritó aún más: Leon ya había decidido. Y cuando él decide… yo no tengo escapatoria.
Cuando Leon frenó frente a la universidad, yo ya tenía la mano en la manija de la puerta.
—Nos vemos después —dijo él, como si no acabara de arrinconarme y declararme una guerra personal con mis masajes obligatorios.
—Ajá —respondí, y salí casi corriendo.
Ni miré si seguía ahí. El aire frío de la mañana me pegó en la cara. Necesitaba… espacio. Silencio. Un cigarrillo... urgente.
Saqué uno del bolsillo como si fuera la última cuerda que me sostenía. Mis manos temblaban apenas —del dolor, del cansancio, del maldito Leon metiéndose en mi vida—, no sabía. No quería pensarlo.
Encendí el cigarrillo, aspiré profundo y solté el humo como si pudiera exhalar el caos entero que tenía adentro. Un segundo de calma. Uno solo.
—¿Dominique?
Mi columna se tensó al instante. Esa voz. Esa maldita voz.
Giré apenas la cabeza, esperando que fuera una coincidencia, algún fantasma de mi propio estrés… pero no.
Ahí estaba.
Gabriel.
Perfecto.
Justo lo que necesitaba para terminar de arruinarme la mañana.
—Dominique… sos vos, ¿no? —repitió, sonriendo como si no fuera un imbécil con diploma en traición.
Sentí el humo arderme en la garganta, de pura bronca.
—¿Qué hacés acá? —escupí, sin esfuerzo por sonar amable.
—Wow, hola para vos también —rió nervioso—. Eh… me llamaron de la universidad para un proyecto nuevo. Arquitectura. Algo grande.
Obvio. Tenía que ser algo así.
Algo que justificara su presencia justo en mi camino, justo hoy, justo cuando ya estaba bastante al límite como para arrojarme al tráfico sin mirar.