Te cuidaré de mi

8.Cinco minutos tarde.

DOMINIQUE

Los días siguientes son un desfile de irritación continua. Gabriel ronda por los pasillos como un fantasma mal resuelto. Un fantasma con perfume caro y la molesta costumbre de aparecer siempre —siempre— cuando yo estoy solo. Y yo, como un idiota, termino casi escondiéndome: girando pasillos antes de tiempo, fingiendo llamadas, metiéndome en aulas vacías como si fuera un adolescente escapando de un ex tóxico.

Porque sí: es tóxico. Siempre lo fue. Y lo peor es que todavía sabe exactamente cómo mirarme para revolverme algo adentro.

Pero Gabriel no es el único problema.

Leon… Leon está insoportable.

Cada vez que aparece Gabriel, aunque sea de lejos, Leon endurece la mandíbula como si fuera a romperla. Le cambian los ojos. Se pone tenso, afilado, incómodo. Y su mal humor se me pega encima como si yo tuviera la culpa.

Hoy, por ejemplo.

Estoy en la recepción revisando unos documentos cuando escucho la voz de Gabriel detrás.

—Dominique… justo te buscaba.

Por supuesto que me buscabas.

Trago un insulto y me doy vuelta con la paciencia ya colgando de un hilo.

—Estoy ocupado —le digo—. De verdad no puedo ahora.

Gabriel sonríe. Esa sonrisa. Esa que siempre significaba complicación.

—Solo dos minutos, nada más.

Y antes de que pueda inventar una excusa, siento una sombra grande a mi lado. Un calor. Un perfume muy distinto al de Gabriel.

Leon.

—¿Necesitás algo? —pregunta él, sin apartar la vista de Gabriel.

No es una pregunta. Es un desafío.

Gabriel se acomoda el bolso en el hombro, un poco nervioso pero todavía jugando al encantador.

—Nada importante. Solo quería hablar con Dominique.

—Pues no puede —responde Leon, seco, con esa autoridad natural que no pidió permiso para salir.

Yo quiero intervenir. Decir algo. Cualquier cosa para que esto no se vuelva una pelea territorial en medio de la recepción. Pero no llego.

—Él puede decidir solo —responde Gabriel, mirándome como si estuviera probándome. Como si quisiera ver si todavía me puede manipular.

Leon da un paso adelante. No amenaza. Pero casi.

—Dominique tiene trabajo —dice—. Y no necesita distracciones.

Siento cómo se me prende la cara de vergüenza y molestia.

¿Distracciones? ¿De qué está hablando este mocoso?

Gabriel ladea la cabeza, divertido.

—Oh… ya veo. Vos sos el asistente, ¿verdad?

Ese tono. Condescendiente. Como si Leon fuera un chico que vino a interrumpir una conversación de adultos.

Y sí: Leon es joven. Pero no es un chico. Y menos ahora.

Leon entrecierra los ojos con una calma peligrosa.

—Sí. Y vos sos el ex. El que no sabe cuándo retirarse.

Casi me atraganto.

Gabriel sonríe… pero la sonrisa ya está tensa.

—Qué carácter —dice—. Ahora entiendo por qué Dominique…

—Listo —interrumpo con un gesto brusco—. Se terminó. Los dos. Tengo trabajo. Me voy.

Camino apoyándome en el bastón más fuerte de lo que debería, sintiendo cómo la pierna protesta. Detrás de mí escucho los pasos de Leon siguiéndome, casi pegado. No me mira, pero la furia le vibra en el cuerpo.

Y yo… yo también estoy furioso.

Por Gabriel.
Por Leon.
Por todo.

Por cómo Gabriel insiste en hablar como si todavía tuviera algún derecho sobre mí.
Por cómo Leon se molesta tanto con su presencia. Más de lo que tiene sentido.
Y por cómo yo…

…yo me encuentro reaccionando a la reacción de Leon.

No debería importarme. No debería afectarme. Pero cuando lo veo enojarse así… cuando lo escucho defenderme casi sin darse cuenta… cuando lo noto caminar a mi lado como si fuera un guardián malhumorado…

…siento algo en el pecho que me descoloca.

Y odio sentirlo. Horriblemente.

LEON

Lo seguí desde el ascensor hasta su oficina. Ni siquiera intenté disimularlo.

Dominique caminaba rápido, tieso, como si pudiera escaparse si llegaba antes a la puerta. No entendía por qué me estaba evitando… o sí lo entendía, pero no quería admitirlo.

Lo único que sabía era que llevaba días sintiendo un mal humor que no se me despegaba, y todo tenía un nombre: Gabriel.

Dominique abrió la puerta y entró de golpe, como si quisiera perderme. No tuvo suerte. Entré detrás de él y cerré la puerta con cuidado. No hacía falta un portazo para dejar claro que no iba a dejarlo huir.

—Tenemos que hablar —dije.

—Estoy ocupado —respondió sin mirarme, esa voz suya fría cuando quiere protegerse.

Lo vi querer rodearme para escapar.

Ah, no… ni hablar.

Lo arrinconé contra el archivador, sin tocarlo, pero dejándolo sin salida. Lo sentí ponerse tenso, nervioso. Lo conozco demasiado: esa tensión no siempre es por miedo. Muchas veces es otra cosa.

Pero esta vez… era mezcla de todo.

—¿Me vas a seguir evitando? —pregunté, mi paciencia ya estaba llegando a su límite.

—No te estoy evitando. Estoy trabajando —contestó, y encima se atrevió a criticarme—. Algo que vos también deberías hacer.

Respiré hondo para no levantar la voz. Él tiene esa habilidad única de irritarme y seducirme al mismo tiempo.

—¿Y Gabriel? —largué.

No lo iba a dejar pasar.

Su mirada se movió un segundo. Mínima. Suficiente.

—¿Qué pasa con Gabriel? —dijo, haciéndose el indiferente.

Me reí sin humor.

—Lo que pasa es que aparece y vos desaparecés. Y después no querés hablar conmigo.

No lo dije en tono acusatorio. Lo dije como quien se está cansando de golpear siempre la misma pared.

Él bajó la mirada un instante.

—No tengo por qué darte explicaciones —murmuró.

—Nunca te las pido —repliqué—. Te pido que no me cierres la puerta en la cara.

Eso lo descolocó. Lo vi.

No quise seguir. No así. No cuando estaba tan enojado que podía decir algo de lo que después me arrepintiera.

Así que tomé aire y corté la discusión.

—Tengo trámites que hacer —dije, soltándolo al fin, aunque mi cuerpo quería quedarse pegado al suyo—. Vuelvo de noche a buscarte. Te llevo a tu departamento.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.