DOMINIQUE
Nunca tendría que haber aceptado. Nunca.
Pero Gabriel tiene esa forma irritante de pincharme justo donde sabe que duele, y yo… yo estaba demasiado cansado, demasiado aturdido, demasiado harto de todo como para pensar.
—Solo una copa, Dom —me había dicho, apoyando el codo en la barra, todo confiado y sobrador—. No te va a matar.
Una copa se volvió dos, tres , cuatro .
Y todas me pegaron como si hubiera tomado gasolina.
Hace meses que no pruebo alcohol. Mi cuerpo lo sintió enseguida.
Ahora, sentado en ese bar que no debería conocer, siento el piso moverse apenas. No sé si es el mareo o el cansancio. Ambos, supongo.
Agarro mi bastón, me pongo de pie con más orgullo que equilibrio y le digo:
—Ya está. Me voy. Tengo… cosas que hacer.
En que momento se me cruzó la idea de que esto estaba bien. Gabriel sigue igual de inbecil que siempre hablando de lo genial que es y como todo le sale bien.
Olvidándose... de todo lo que me hizo sufrir.
Camino hacia la salida. Despacio. Con el estómago revuelto y una puntada punzante en la pierna. Necesito aire. Necesito silencio. Necesito… no sé. Desaparecer, quizá.
Pero escucho los pasos detrás.
—Dominique, esperá.
—No quiero hablar —murmuro sin girarme.
Sigo caminando, pero Gabriel agarra mi brazo. Fuerte. Demasiado fuerte para mi estado.
—Soltá —le digo, intentando zafarme.
—Extrañé esto —susurra acercándose, y su voz me cae tan mal como el alcohol—. Te extrañé.
Cuando me doy cuenta, está demasiado cerca. Sé ese movimiento. Ese gesto previo al beso que tantas veces confundí con amor.
—Gabriel… basta —intento empujarlo, pero mi cuerpo no me acompaña. Estoy mareado, lento, torpe.
Él se inclina más.
Y yo sé, sé que no quiero esto. Nada en mí lo quiere. Pero mi equilibrio falla y siento que voy a caer si me muevo mal.
—No te hagas el difícil —dice él, como si fuera un chiste.
Lo odio.
Lo odio tanto que me falta aire.
Está a dos centímetros. Su mano en mi nuca. Su respiración cerca.
Y de pronto—
—No te atrevas.
Una voz que corta el aire como un cuchillo.
Un segundo después, Gabriel es arrancado de mí con una fuerza que me hace tambalear.
No necesito ver para saber quién es.
Mi cuerpo lo reconoce antes que mi mente.
Leon.
—¿Qué mierda estás haciendo? —escupe, furioso, sujetando a Gabriel del cuello de la camisa como si no pesara nada.
Gabriel balbucea algo, pero Leon ya no lo escucha. Ya no existe para él.
Porque esos ojos —esos ojos que ahora me miran— están ardiendo de pura ira.
Y algo más.
Algo que no es bueno.
—Nos vamos —me ordena, agarrándome del brazo.
Intento resistirme, apenas. No por él… por mi orgullo.
Pero estoy mareado, la pierna me tiembla y mi cuerpo decide por mí.
Leon prácticamente me carga hasta el auto.
—Soltame… puedo caminar —protesto .
—No —dice, sin mirarme—. No después de esto.
Abre la puerta y casi me empuja adentro. No con violencia. Con urgencia.
Me acomoda el cinturón porque mis manos no responden. Me cierra la puerta.
Su respiración es una tormenta al otro lado del vidrio.
Y yo…
Yo me hundo en el asiento, mareado y avergonzado, con el sabor amargo del alcohol en la boca y la sensación terrible de que estuve a segundos de algo que no sabía cómo frenar.
Y me descubro… aliviado de que haya llegado él.
Aunque jamás lo voy a admitir.
Nunca.
LEON
Cierro la puerta del auto con más fuerza de la necesaria. El golpe retumba en mis oídos, pero no me calma. Nada me calma ahora.
Jennifer.
Menos mal que Jennifer estaba atenta.
Ni siquiera quiero imaginar qué hubiera pasado si no me avisaba. Si no me escribía ese mensaje corto, preciso, helado:
—Leon, no sé si corresponde… pero… Gabriel no va rumbo a su casa. Va hacia la costa, zona de pubs.
Sentí el estómago caer cuando lo leí.
Y ahora… verlo así.
Respiro hondo. No sirve. Mi pecho sigue ardiendo.
Giro la cabeza y lo miro. Dominique está desplomado en el asiento. La cabeza ladeada, respirando suave, los labios apenas entreabiertos.
Dormido.
O apagado. No sé.
La bronca me sube otra vez. No con él. No exactamente.
Con todo esto.
Con Gabriel. Con su cara, su voz, su soberbia.
Con esa mano suya en la nuca de Dominique.
Con la imagen que todavía me arde detrás de los ojos.
Agarro el volante. Mis dedos duelen de la tensión.
No digo una palabra. Si abro la boca ahora… no sé qué voy a decir.
Me obligo a respirar por la nariz. Otra vez. Otra.
No funciona.
Lo miro de nuevo, sin querer. Se ve tan… frágil. Tan débil. Tan indignamente vulnerable.
Mi furia da un giro extraño en el pecho.
Cierro los ojos por un instante.
Él no tiene idea de lo que hace. De lo que provoca. De lo que me provoca.
Arranco el auto.
Sé a dónde debería ir. A su departamento. Lo lógico. Lo correcto.
Pero apenas avanzo unos metros, ya sé que no pienso hacerlo.
No después de ver lo que vi.
No después de encontrarlo así, sosteniéndose apenas , con la cara perdida, mareado, casi cayéndose en los brazos de alguien que no merece ni decir su nombre.
No.
No voy a dejarlo solo. No hoy.
Giro a la izquierda, tomando la avenida. El camino hacia su casa queda atrás.
—No te voy a preguntar —murmuro, apenas audible, sin mirarlo.
Porque aunque estuviera despierto… aunque intentara discutir, empujarme, morderme…
No lo dejaría solo.
Aprieto el volante un poco más.
Va a mi departamento. Le guste o no.
Esto no lo decide él.
No esta vez.
No después de todo.
Miro otra vez su rostro dormido y siento cómo la furia se mezcla con algo peor, más denso, más peligroso.
No sé qué voy a hacer con esto.
Con él.
Conmigo.