Estuvo caminando durante varias horas, buscando inútilmente un hormiguero que por nada aparecía. Y no se daba cuenta que con todos los recuerdos inundándole los ojos, no estaba mirando tal como él acostumbraba a mirar cuando la noche se posaba sobre el mundo. Mas no podía dejar de pensar ni un instante en su mujer y en su hija: el frío intenso que se sentía esa noche sobre el monte, no alcanzaba a congelar el pensamiento.
Pero un rato después y unos cientos de pasos adelante, cuando ya sólo quedaba una línea de la luna asomada por allá en el horizonte, sucedió algo inesperado: como si la Paloma hubiera adivinado sus deseos, de pronto se detuvo y ya no hubo manera de hacerla caminar. Cuatro o cinco jalones después, Fortino comprendió lo que pasaba: estaban parados, en cualquier lugar de la montaña, justo un paso antes de cruzar por sobre un gran hormiguero, y eso le alejó momentáneamente los recuerdos.
A esa hora, pensó, si todo salía bien, dentro de todo lo mal que había salido todo en ese tiempo, a más tardar con el amanecer estaría de regreso, y podría brindarle a María el urgente alivio que su cuerpo reclamaba. Y aunque no era mucho lo que esperaba, porque ese remedio él no lo conocía o al menos, nunca le había tocado prepararlo, era lo único que tenía al alcance de su mano en aquella realidad. Y no obstante que éste rebasaba la frontera de sus conocimientos, no sabía de qué otra forma podría ayudar a su mujer, así que empujó a su mula unos metros más allá, para que le dejara espacio, y tomando la rústica pala que traía, no sin titubeos empezó a cavar.
Aún así, entre torpe y vacilante, pronto se fue rodeando de terrones que al caer, se rompían y se hacían sombras, pero de hormigas, nada.
-Tal vez, más abajo, pensó Fortino, quien con cada palada que daba forzaba la vista, como queriendo ver lo que quería ver, aunque ya para entonces casi nada se veía.
Y continuó paleando, lo que fue disminuyendo poco a poco su impericia, aunque los pobres resultados que obtenía no le servían de nada, pues ahí no había más que tierra y arena y oscuridad. Mientras tanto, la última luz de aquella noche se fue con la luna, dejándolo a su suerte, en medio de aquel pequeño cráter de hormiguero sin hormigas y, definitivamente, en una sombra total.
Fue entonces cuando por primera vez la pala topó en seco, haciendo un ruido diferente al que hacía cada vez que penetraba en la tierra o cuando chocaba contra alguna piedra y, desde ese momento, con cada nueva incisión el golpe del hierro volvió a responderle de ésta otra manera.
La ausencia de claridad no impidió que Fortino supiera que ahí había algo, y que ése algo era un objeto plano y tal vez hueco pero, principalmente, que estaba ahí. Paladas después, los sonidos confirmaron un tamaño y una forma: de seguro era una caja. Y todo cambió a partir de aquel instante. Se olvidó por completo de su gran preocupación y de su pena, y se concentró con tanta fuerza en tratar de liberar de su prisión de tierra, lo que él consideró que era la tapa, que en ese momento dejó de ser quien era y se volvió, simple y llanamente, una máquina de cavar; un manojo de músculos blandiendo una pala, entre la tierra y el aire, con movimientos rítmicos; un autómata mecánico y preciso, en una noche oscura en algún lugar del mundo, cavando con ansia un agujero para desenterrar un objeto imaginario, una pura ilusión con la forma invisible de una caja de madera, y ya no se detuvo hasta dar por terminada su labor con la última palada. Luego, sudoroso todavía a causa del esfuerzo, se hincó a un costado del hoyanco y, en posición de gato, metió parte del torso dentro de él, para sacar más fácilmente lo último de tierra con sus manos, y fue cuando palpó que unos herrajes protegían el contenido de la caja. Así que una vez que terminó de desterrarla, totalmente cubierto por la gran negrura que todo lo rodeaba, alcanzó su pala y los enfrentó a ciegas, logrando violarlos sin mayor dificultad, pues estaban tan podridos que aún sin poder verlos, parecía que éstos fueran de cartón. Después, con lentitud y valiéndose nuevamente de su pala, entre crujidos de madera y un chirriar de goznes, levantó un poco la tapa, pero estaba tan oscuro que nada pudo ver:
-¡Carajos!, fue lo único dijo.
Entonces pensó en meter la mano, para saber por fin cuál era el contenido, pero también pensó que bien pudiera estar la caja repleta de alimañas, así que decidió que mejor iba a esperar.
Hasta ese momento se dio cuenta que ya estaba agotado, así que tentaleando entre las sombras se fue hacia la Paloma, pensando en reposar un poco junto a ella en lo que brotaba el sol, y si algunas hormigas quedaron después de tanto movimiento, durante esos minutos se salieron de la caja. Él mientras tanto, con su cansancio acumulado y una sed apenas descubierta, sacó de las alforjas de su mula una botellita que siempre traía con aguardiente, y casi la vació de un solo trago, pero la curiosidad por saber qué era lo que había en ese cajón lo hizo volver nuevamente al agujero y, entonces, sí metió la mano:
-¿Monedas?, fue lo primero que pensó, e inmediatamente, moviendo la mano, lo pudo comprobar al oír su inconfundible tintineo. Luego con cuidado y con cierta desconfianza mordió una y, a pesar de lo negro de la noche, le conoció el valor por su blandura. Y eran muchas.
Así lo encontró la primera luz, metiendo y sacando la mano de un baúl en el que, entre un poco de arena, cientos de monedas amarillas habían esperado por él, quizás, cientos de años también.