Tierra de prodigios

OCHO

La gana de no hablar que en Fortino estaba haciéndose constante, que le selló los labios durante el doblemente doloroso transcurrir de aquel sepelio, aunque ya desde esa hora había muchos que opinaban que lo que él tenía sellado era el corazón, e incluso esa parte del hígado que duele cuando algunos sentimientos están mal acomodados, continuó con él una vez que se alejó del cura, después a la salida del panteón, y luego le siguió por todo el camino hasta su casa, lo mismo que la noche. Pero antes, por la misma gana, no quiso estar presente en la sesión de rezos que organizaba Eulalia:

-Lo esperamos más al rato allá en mi casa, Fortinito, le dijo una voz aguda y vieja a ese hombre cabizbajo, que en silencio y con el mayor sigilo, se aprestaba a salir del cementerio, mientras que la muchedumbre contemplaba más allá, cómo Domitilo y Luis Otero comenzaban a alejarse caminando, adentrándose en la noche, uno a cada lado de la mula en la que iba el sacerdote, para rezar por las almas, y también para que tengan buen camino, las difuntas.

-No, doña Ulalia, muchas gracias, le contestó Fortino, sin dedicarle más que una fugaz mirada a ese bulto informe que le hablaba, rodeado por otros similares, y que esperaba su respuesta entre las sombras, las muertas ya están muertas.

-Por eso mismo, Fortinito, le refrendó la vieja, por las muertas.

Y entonces Fortino le respondió tajante, con un tono de voz en el que ellas supusieron que él vertió todo su enojo, por su inusual rudeza, y aunque después se quedarían comentándolo por días, a ninguna se le ocurrió considerar, que él sin más estaba triste y que lo único que perseguía era que lo dejaran en paz:

-No Ulalia, con rezos no las voy revivir, y en ese mismo instante se dio la media vuelta y se fue para su casa.

Estaba viviendo momentos muy amargos, los más terribles de su vida y, por mucho, más duros que la más dura montaña. Y aunque no sabía cómo nombrar lo que estaba sintiendo, porque sobrepasaba ampliamente los límites de la pena, sí sabía que lo sentía en el pecho, y que dolía. Y como él sólo sabía cómo estar solo, si solo se le podía llamar al estar de continuo acompañado por sus mulas cuando andaba por esos caminos, aunque ansiando siempre que pasara pronto el tiempo, que llegara el magnífico momento de poder volver a casa para estar con sus mujeres, así fuera solamente por un lapso muy breve como lo era casi siempre, ahora que ya no estaban ellas, lo único que le quedaba era seguir estando solo. De ahí el que Fortino buscara con urgencia y hasta con cierta desesperación, irse para su casa. Quería llegar lo más pronto que se pudiera, entrar y cerrar la puerta detrás de él, para siempre si esto fuera posible, y echarse en la cama simplemente a olvidar, a llenarse de sueño para dejar de sentir eso que estaba sintiendo, porque para ese dolor, más parecido a una incómoda opresión que cada vez iba abarcando más espacio de su pecho, y que él sentía que en cualquier momento se le iba a desbordar, nunca le mostró ninguna yerba el viejo Cirilo.

Eso pensaba hacer y con esa idea llegó hasta la puerta de su casa. Pero un minuto, el largo minuto después de que encendió una vela y estuvo mirando, todavía un tanto perdido entre los remanentes de aquella oscuridad, un costado del camastro floral en el que ya no estaban las Marías y que ahora comenzaba a marchitarse, le bastó para saber que sus ojos, los que él mantenía drásticamente endurecidos y en los cuales, hasta ese momento no había asomado ni una sola lágrima, seguían vivos, completamente vivos porque ahí, rodeado por toda esa soledad y ante la brutal imagen de la ausencia, no pudo seguir reprimiendo sus deseos de llorar. Entonces, Fortino se quebró. Las lágrimas empezaron a brotarle lentamente, como una defensa natural que llegara hasta sus ojos a empañar la realidad, y él ya no hizo nada para contener el llanto. Sólo dejó la vela sobre un plato en la mesa y se hincó en el suelo al borde de la cama, que era en donde la ausencia de las dos Marías se sentía más intensa y, acunando con los brazos su cabeza, con ésta metida entre las flores, se abandonó a llorar. Y lloró como no había vuelto a hacerlo desde que era un niño, con la misma indefensión de aquella última vez, cuando recibió en el cuerpo el maltrato que le propinó su padre. Y tal vez como debió de haberlo hecho, porque entonces no lo hizo, aquella triste mañana cuando llegó a la casa de Cirilo, con cuántas preguntas nuevas por hacerle, y ya no hubo nadie que le abriera la puerta, ni en los siguientes días que él continuó insistiendo, ni en las muchas ocasiones posteriores que volvió ya nada más para volver. Y así estuvo llorando por un rato, con un incontrolable desconsuelo, mezclando recuerdos y acariciando el aire que llenaba aquel vacío que dejaron sus mujeres. Pero conforme fue pasando el tiempo, esa opresión que antes le lastimaba el pecho, se le fue aligerando y gradualmente fue sintiendo algo así como una sensación de bienestar, que poco a poco fue secándole los ojos y le devolvió el descanso, quizás mucho mejor que cualquier yerba de Cirilo. Mas esa tregua que las lágrimas le dieron, lentamente le fue dando lugar a otra clase de recuerdos: ahora sus ojos, visiblemente rojos e inflamados después de tanto llanto, estaban más vivos que nunca, fulguraban intensamente con un brillo especial, y querían ver nuevamente el contenido de la caja.

En ese instante sintió una mezcla de culpa y de curiosidad tan grande, que empezó a dudar acerca de qué era lo correcto, ya que por un lado sabía que no debería de pensar en esa caja, y por el otro deseaba intensamente sacarla de debajo de esa cama, donde la tenía oculta, y ver una vez más lo que había en su interior, pero entonces regresaba al pensamiento de que abrirla no era bueno, y al mismo tiempo comenzaba a convencerse de que eso era lo que tenía qué hacer, y fue tal su confusión, que no vaciló en invocar a María para que ella le ayudara a decidir:



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En el texto hay: viaje, drama, amor

Editado: 23.11.2023

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