Sólo quedaba un poco de niebla vuelta rocío sobre la tierra y soplaba un airecito ligero pero impregnado de frío. Enfrente, el panteón de siempre con sus muertos de costumbre y de este lado, en todo el terreno, las primeras horas, anchas, de ese miércoles de Fortino.
El encuentro que no tuvo con los arrieros la noche en la que él fue el único propietario de las mulas, muy a su pesar se dio en ése amanecer después de oír su pedimento, cuando les hizo una primer oferta de veinte centavos por jornada a cada uno de ellos, prácticamente por hacer nada puesto que los de Santanita sabían apenas nada acerca de la albañilería, y se indignaron:
-No, don Fortino, le contestó Próspero Carbajo, poniendo de nuevo las palabras y el pensamiento de todos en su voz, es buena la paga, pero no somos menos que Domingo.
Entonces Fortino comprendió. El día anterior, cuando él contrató a Domingo Ciura para excavar el pozo, no tenía ni una lejana referencia de cuál era el monto de los sueldos y mucho menos, a cuánto ascendía lo que iban a cobrar los que venían de Santa Catarina. Y habrían de transcurrir todavía algunas horas para que Gumaro le informara, que por venir de lejos, habían pactado que se les pagaría cada día a razón de treinta y seis centavos por persona, casi el doble de lo que acostumbraban percibir allá en su pueblo por hacer la misma cosa, y solamente en el caso de Álvaro Zorrilla, cuyo salario era otro porque él venía al frente de ellos como maestro de obras, su paga diaria sería de noventa centavos.
Pero ahora, los que habían sido sus amigos estaban ahí, nuevamente enojados con él y más que pidiéndole trabajo, exigiéndole, con una postura disfrazada de algo parecido a la humildad, que les igualara una paga imaginaria de un peso por día. Y aunque trató de hacerles entender que el sueldo de Domingo había sido sólo una terrible equivocación, no se lo creyeron. Simplemente se sentían discriminados.
-Y si ya nada quieres de nosotros, don Fortino, porque somos pobres, terminó reclamándole Próspero, una vez más a nombre de todos, pues entonces nada.
-Sí, señor Fortino, le recriminó sarcástico, Agustín, quien desde que empezaron las arengas, les había estado diciendo a todos, que Fortino ya no era como ellos y que nada les iba a dar, mejor quédate rico y olvídate de nosotros, que al fin todos hacemos la vida allá en el monte y nadie necesita tu dinero.
-¡Y eso que nos habían dicho, gritó desde lejos, Toribio Cancino, el de la voz chirriante, que ese dinero ni es tuyo, don Fortino, que te lo dieron las muertas para repartirlo pero por nosotros, te lo puedes quedar!
Y empezó el griterío. El descontento general. De nada le sirvió ya el ofrecerles treinta, cuarenta y más aún, sesenta centavos diarios, porque no los aceptaron.
Durante ese tiempo, confundido entre el barullo y las imprecaciones de todos los arrieros, Fortino había estado tratando de mantener la calma a fin de encontrarle solución a ese problema, y aunque no sabía cómo lo iba a resolver, sí sabía que era urgente consultarlo con María, sobre todo para saber si estaba ella de acuerdo con que hicieran ese gasto, porque en caso de que él aceptara pagarlo, mucho más allá de lo que todos suponían, éste corría precisamente por cuenta de su mujer. Y fue entonces, cuando más exaltados y molestos se veían, que en una fugaz mirada que dio hacia la zona donde vivían los muertos, sus ojos se cruzaron casualmente con el recuerdo de María y, con solo pensarla, halló la respuesta que buscaba:
-Ya estaba decidido, María, le dijo con el pensamiento, que los íbamos a ayudar, pero ellos quieren más que ayuda. Y aunque yo no estoy contento con sus formas, si tú así lo quieres no me opongo. Total, tú pagas y tú mandas, y ellos lo saben, pero...
Pero María no dijo que no.